Eran las cuatro de la tarde cuando llegó al pueblo, aunque su llegada estaba prevista para mucho antes. Pero los miedos del pasado le hacían pararse en el camino cada dos por tres. No sabía por qué regresaba, al fin y al cabo allí no era querido por nadie. Quizás fuera la nostalgia, quién sabe.
En su día no supo discernir esa animadversación por parte de los habitantes de esa aldea, quizás por ser un forastero, quizás porque nunca se adaptó a sus costumbres, aunque nunca les faltó al respeto. Solo que no participaba de ellas y prefería la compañía de la soledad, de un buen libro o de una buena copa de brandy.
No confiaba mucho en la gente, por no decir nada. Ya le habían hecho mucho daño en el pasado y, cuando ese dolor te lo causan personas a las que tú has depositado toda tu confianza, todo tu cariño, te vuelves de piedra, hermético.
Así es como era él, ahora, al regresar. Si cuando vivió en el pueblo años atrás ya era un hombre solitario, sabía que ahora lo sería mucho más. Imaginaba, como la vez anterior, que siempre habría alguien dispuesto a intentar sacarlo de esa burbuja donde habitaba. Como esa vecina que tuvo que cada dos por tres le iba con bollos de canela, bizcochos de limón o esa otra siempre con las palabras “Sr. Dávila, ¿puedo ayudarle en algo? Bien, seamos francos, de la primera siempre agradecía esos dulces, la verdad es que tenía un don magnífico para ellos y él no les dio jamás un no por respuesta. En lo que concierne a la segunda, se notaba a mil leguas sus verdaderas intenciones hacia su persona, y él no correspondía a las mismas. Pobre, Susana, la verdad es que la entendía a la perfección, también había sufrido la amargura y el dolor del rechazo pero no por ello tenía que ceder a sus reiteradas insinuaciones.
Por fin pudo ver a lo lejos la estatua de Don Jacobo erigida en medio de la plaza. Esa era una de las cosas que él jamás tampoco llegó a comprender, ¿a santo de qué hacerle una estatua a un alcalde? Bueno, a decir verdad él veía una estupidez erigir estatuas o cualquier monumento que se le pareciera a nadie. Parece ser que este ilustre personaje consiguió llevar la electricidad, la línea telefónica…y otros avances para el pueblo pero hacerle un monumento por ello lo veía del todo incomprensible e inadecuado por completo. A saber lo que costaría a las arcas municipales, pensó mientras caminaba con el sol dándole en el rostro.
No tardó ni media hora y ya estaba allí. Decidió primero pararse en la fonda para reponer fuerzas antes de dirigirse a su casa, porque a saber cómo se la encontraría después de tantos años. Seguro que necesitaría una operación limpieza a fondo, consistente en echar a los habitantes okupas que ahora mismo deberían habitar en ella como: arañas, ratas, ratones, cucarachas…Unos habitantes no muy simpáticos, la verdad.
Cuando llegó a la puerta del establecimiento se preguntó si todavía estaría regentado por Genaro y su señora Beatriz, un matrimonio de mediana edad cuando él marchó, por lo que ahora ya deberían contar con bastantes años. Quién sabe, igual cuando abriera se encontraba a su hija Marta, que por aquel entonces era una moza de unos quince años y que simplemente se limitaba a ayudar a sus padres. Bueno, a ayudar…Si la memoria no le fallaba, era una zagala con muchos pájaros en la cabeza.
Contó hasta tres y entró. La fonda estaba vacía, a excepción de la mesa del rincón donde estaban sentados el párroco, el mismo de años atrás, Don Segis, y un señor con traje, bigotudo, el cual le estaba mostrando unos papeles al cura.
No había nadie en la barra para atender, probablemente estarían en la cocina, así que se dirigió a los contertulios y les preguntó por los posaderos. Don Segis le reconoció enseguida y no pudo evitar poner cara de asombro. Imaginó que por la mente del cura le venía el pensamiento: “después de tantos años”.
Esperaba no le preguntara al respecto, porque ni él mismo tenía la respuesta a esa cuestión; por lo que, cuando de repente, apareció la posadera, no pudo por menos que sentir un enorme alivio. Ahí estaba Marta, la reconoció enseguida. A pesar de que habían pasado los años por ella, como por todo el mundo, aún había en su rostro esa huella de lozanía que la caracterizaba en su juventud.
Pidió un café bien cargado y tomó asiento en la mesa contigua donde se encontraban el párroco y su contertulio. Por lo que podía oír de la conversación, el señor bigotudo tenía un timbre de voz que bien se podía haber dedicado al mundo del bel canto y supo que se trataba del actual alcalde. También supo que, por mucho traje y mucha apariencia, no parecía un hombre muy ducho en la materia y que, probablemente, le pedía asesoramiento a Don Segis hasta para realizar sus actividades fisiológicas. Otro cargo escogido a dedo, pensó. A saber de qué mano provenía el mismo.
Le trajeron el café y pagó en el momento ya que no quería parar mucho tiempo allí, el suficiente para relajar sus piernas y punto. Su intención después era pararse en la droguería para comprar productos de limpieza, dirigirse a su hogar y ponerse manos a la obra. Tenía un largo y duro trabajo por delante. Su casa no era muy grande que digamos pero tampoco se la podía considerar pequeña y él estaba solo ante el peligro.
Se tomó el último sorbo de café, se despidió educadamente y salió a la calle. Había refrescado, no en balde estábamos a mediados de marzo y, aunque hubiera días en el que de buena mañana aparecía el astro rey y brillaba en todo su esplendor, al llegar cierta hora hacía acto de presencia su hermana la luna apagando ese brillo con todas sus consecuencias.
La droguería seguía allí mismo, pero con cambios. Se había arreglado la fachada y pintado de un color así como salmón, o algo parecido, y el cartel también se había modificado. Gente que se adapta a los tiempos, pensó. No como la posada que seguía exactamente igual que quince años atrás cuando él decidió marchar a probar suerte en otro lugar.
Y la verdad no le había ido nada mal. Su decisión de asentarse en la capital y abrir allí su editorial le había ido a las mil maravillas. Al principio tuvo sus miedos, pero su buena labia y los contactos adecuados hicieron lo demás. Aún ahora, después de más de cinco años retirado seguía recibiendo las pertinentes comisiones por las ventas de la Editorial Dávila, así como estaba estipulado.
Entró en la droguería, hizo su pedido y se marchó. Los que le atendieron no eran Fausto ni Conrado, los que llevaban el negocio cuando él residía allí. Se preguntó que habría sido de ellos, pero tampoco preguntó.
Cogió su maleta, la cual tampoco pesaba mucho. Solo llevaba un traje de repuesto, cuatro mudas, sus dos o tres libros favoritos y los papeles burocráticos de rigor. Pensó que al llegar ya se abastecería de todo lo necesario.
Había hecho una buena parte del trecho del camino cuando lo vio. Su cara se desencajó, empezó a sudar…Soltó la maleta, no podía ser cierto lo que estaba viendo, seguro que el largo viaje y el cansancio estaban empezando a pasarle factura. Su casa, su hogar, eran solo escombros. Lo dicho, eso era una visión, sería mejor que al llegar se tomara algún reconstituyente.
Pero al llegar allí, vio que no, que era una realidad. Su casa ya no era su casa, ¿qué demonios había pasado? De repente, como si se tratara de una imagen fotográfica pudo ver la cara de asombro del párroco cuando le vio y no pudo por menos que preguntarse si todo esto que tenía ante sus ojos no guardaba relación con esa reacción.
Estaba ensimismado en sus pensamientos cuando de repente a sus espaldas aparecieron el mismo párroco y el señor del bigote. Les pidió una explicación, mejor dicho, se la exigió. A santo de qué se encontraba con esto.
Don Segis le pidió que por favor no se alterara y en pocas palabras le explicó que habían tenido que demoler el inmueble por su estado de abandono y porque suponía un peligro. Les dijo que no entendía el peligro exactamente para quién, ya que no había casas colindantes. Pidió que no le tomaran por tonto y que le dieran una explicación a poder ser, esta vez, plausible.
CONTINUARÁ