En el fondo debemos de pensar que somos todos muy malos y que es mucho más probable que terminemos en el infierno que en el cielo. O eso, o que el infierno tiene mucho más morbo que el cielo. Esto lo digo porque, si nos fijamos en la literatura universal, los personajes siempre han preferido visitar el infierno que el cielo. Tal vez se dijesen que más valía irse familiarizando con el sitio donde iban a pasar el resto de la eternidad.
Hace 5.000 años, el Poema de Gilgamesh ya dio algunas instrucciones sobre la etiqueta que hay que seguir en las visitas al infierno: no hay que ponerse ropas limpias, porque se darán cuenta de que uno es un turista le freirán; no hay que ponerse colonia ni desodorante y, aunque no lo diga expresamente el poema, parece que el olor a sobaco ayuda a relacionarse con los muertos; no hay que lanzar bumeranes ni frisbis, algo que también se aplica al mundo de los vivos; no hay que llevar bastones en las manos ni sandalias en los pies; no hay que hacer ruido (esto es tanto aplicable para quienes visiten el infierno como para los parroquianos del bar que tengo debajo de casa); no hay que besar ni a la esposa que amas ni azotar a la que odias, no da pistas sobre cómo comportarse con la esposa que te resulta indiferente.
En el mundo grecorromano, muchos fueron los que bajaron a los infiernos, pero ninguno dejó una guía de modales tan detallada. Orfeo bajó a los infiernos a rescatar a su amada Eurídice y para una norma que le dan, que es que no la mire al rostro hasta que no hayan salido, que mira que es una norma facilita de retener, va el tío, se la salta y vuelve a perder a Eurídice. Ulises es otro que bajó a los infiernos, aunque, por lo que nos cuenta la “Odisea”, su interés básico era socializar con los muertos. En efecto, todo el Canto XI de la “Odisea” es una enumeración de “quién-es-quién” en el Hades: Leda, la esposa de Tíndaro, madre de Cástor y Polideuces; la hermosísima Cloris (por cierto que hay que ser o muy frívolo o estar muy salido para fijarse en la hermosura de una muerta), esposa de Neleo, madre de Néstor, Cromio y Periclimeno; Antíope, hija de Asopo, que andaba presumiendo de haberse tirado a Zeus (con lo salido que estaba el dios casi lo difícil era no tirárselo); Alcmena, mujer de Anfitrión y madre de Hércules, otra que se tiró a Zeus; Ifimedea, esposa de Alceo, que fue más original y se tiró a Poseidón en vez de a Zeus. En fin que parecería que Ulises bajó al infierno con el único propósito de que viéramos con qué muertos más ilustres se trataba.
Allá donde Ulises tenía labia y le encantaba socializar, Hércules era el típico musculitos sosón que tenía poco que decir. Fue al infierno y en lugar de enrollarse con todas las personas interesantes que había allí, lo único que se le ocurre es pelearse con el Can Cerbero. Eneas, por su parte, bajó a los infiernos para ver a la familia, que allí tenía a su padre Anquises.
Con estos antecedentes, no resulta extraño que tras su crucifixión lo primero que hiciera Jesucristo fuera bajar a los infiernos. Aparte de que era allí donde tarde o temprano todos los héroes acababan, sospecho que tampoco tenía mucha prisa por ir a ver a Papá, después de la cerdada que le hizo, dejándole abandonado en la cruz.
Ahora bien, el gran visitador del infierno fue Dante. A él le debemos la descripción más detallada del mismo. El infierno de Dante está muy bien pensado: se divide en nueve círculos, algunos de ellos subdivididos en fosos, a los que uno va a parar en función de sus pecados. Sí, por ejemplo, en el tercer círculo están los glotones, anegados por el cieno, la lluvia y el granizo, a los que el Can Cerbero tiene en un estado de acojone perpetuo, y los falsos consejeros, que en la tierra suelen terminar de asesores políticos, en el infierno terminan en el octavo círculo del octavo foso. Por cierto que Dante no se creía mucho lo de la Alianza de Civilizaciones, a Mahoma lo sitúa en el noveno foso del octavo círculo, junto a su sucesor Alí, que tiene “la cabeza abierta desde el cráneo hasta la barba”.
La Divina Comedia muestra lo que ya sospechábamos: que el infierno es un lugar más dramático e interesante que el cielo. Después de todo el morbo del infierno, la parte del purgatorio ya se hace un poco más sosa y para cuando Dante llega al cielo todo se convierte en una ceremonia de superlativos y de buenismo, que parece el congreso nacional de algún partido de izquierdas.
El interés por el infierno no es privativo de los cristianos. Uno de los primeros textos escritos en thailandés, allá por el siglo XIV, es el “Traiphuum Phra Ruang”, que describe todos los mundos de la cosmología budista. También aquí es la parte que parece que le interesó más al autor, ya que le dedicó la sección más larga del texto y realmente se devanó los sesos intentando encontrar castigos originales a los pecados. Así, una mujer que haya abortado se verá penetrada por una lanza, engañar se castiga sacando los ojos al culpable y minar el budismo, dando golpes salvajes con una barra de hierro en la cabeza.
Los thailandeses han dado una vuelta de tuerca a la curiosidad morbosa y cerca de Chonburi han creado el Jardín del Infierno de Wang Saen Suk, para que hasta los analfabetos y los que tengan poca imaginación vean con sus propios ojos cómo es el infierno budista. A la entrada hay un letrero que dice lo mismo que dicen en muchas empresas a los recién llegados: “Bienvenido al Infierno”. Las escenas de las torturas son realmente desagradables y es de agradecer que al artesano le fuera más lo kitchs que lo gore, porque no quiero ni imaginarme lo que la idea habría dado de sí en manos de un director de Hollywood enamorado de las vísceras y la sangre.
Seguramente a ésta la estén castigando por haber abortado bajo la vigencia de la Ley Aído.
Sartre en “A puerta cerrada” presenta una visión del infierno que sólo se le habría podido haber ocurrido a un existencialista francés: tres personajes incompatibles hablando y tirándose los trastos a la cabeza por toda la eternidad. Y encima seguramente son parisinos.
Yasutaka Tsutsui en su novela “El infierno” (no se rompió mucho la cabeza para encontrar un título) presenta un infierno al gusto de los japoneses, tanto que en su infierno no se admiten extranjeros, algo que tiene en común con los bares de niñas del Soi Taniya en Bangkok. El infierno de Tsutsui se parece mucho a la vida ordinaria, con la diferencia de que aquí todo es fútil y carente de emociones. Bueno, bien mirado también a menudo la vida ordinaria es fútil y carente de emociones. No está tan lejos del infierno de Tsutsui.
El infierno de Tsutsui se parece un poco al que presenta C. S. Lewis en “Cartas del diablo a su sobrino”. A Lewis le incomodaba la imagen del Mefistófeles de Goethe, que tenía un lado perversamente atractivo. Tampoco los murciélagos que tradicionalmente se asocian con el infierno le acababan de satisfacer. A fin de cuentas uno puede hasta encariñarse con un murciélago. Necesitaba encontrar un ser que representase el mal y con el que fuese imposible encariñarse. Lo halló: el burócrata. Los diablos de Lewis son burócratas que trabajan en un ministerio estalinista. Huelen a calcetín viejo y a sobaco sudado. Hacen el mal por rutina. Aburridos y monótonos, ni odian ni aman a nadie. Resulta curioso que el infierno que Lewis ideó en 1941 lo hayan replicado muchas organizaciones setenta años después.