Jorge Luis Borges pertenece al reducido (muy reducido) grupo de autores que, independientemente del país en el que vinieron al mundo, de la lengua en la que se expresaron o de las ideologías políticas o estéticas a las que se adhirieron, reciben las etiquetas de la universalidad y de la eternidad. Su prosa numismática (Cansinos Assens la definió de ese modo) y sus versos algebraicos forman parte de la Historia de la Cultura, como las pirámides de Egipto, el aire de Velázquez o los pentagramas de Beethoven. De tal suerte que cualquier aproximación que efectuemos a sus libros nos deparará un altísimo número de perfumes literarios, de argumentos notables y de sorpresas psicológicas. El informe de Brodie es un ejemplo nítido de tales virtudes. Once relatos breves en los que la fulguración del idioma empapa cada página, cada párrafo, cada frase, como gemas que se unieran para conformar el más espléndido y lujoso de los collares. Cierto es que los dos últimos (“El evangelio según Marcos”, donde se aborda una incomprensión religiosa que se precipita hacia un final truculento, y “El informe de Brodie”, que encantará a los lectores de Jonathan Swift) se desplazan hacia territorios más imaginativos o simbólicos, pero los anteriores anclan su espíritu en los patrones del universo argentino: unos hermanos de sexualidad primaria, que son capaces de compartir a la misma mujer y que deciden su suerte última (“La intrusa”); un viejo librero que, durante los días inestables de su juventud, acometió una vileza que sólo ahora se aviene a confesar (“El indigno”); un cuchillero que, como el Saulo de la Biblia, recibió un día una iluminación que lo hizo cambiar de vida (“Historia de Rosendo Juárez”); unos cuchillos que buscan las manos que les permitan acometer su venganza preterida (“El encuentro”); dos rivales que se ven abocados a resolver su eterna malquerencia de un modo imprevisto (“El otro duelo”). Y, empapando todas las páginas, la joyería estilística de Borges, que nos habla de un hombre que abre la puerta sin delegar esa función en el sirviente (“con sencillez republicana”) o de otro hombre que se muestra entusiasmado por la moda (Borges nos referirá “su infatigable interés por las variaciones de la sastrería”); una joyería que se nutre de adjetivos fastuosos, sustantivos de difícil superación y una sintaxis que, siendo sencilla, presenta en todo instante un aroma inconfundible.
Jorge Luis Borges pertenece al reducido (muy reducido) grupo de autores que, independientemente del país en el que vinieron al mundo, de la lengua en la que se expresaron o de las ideologías políticas o estéticas a las que se adhirieron, reciben las etiquetas de la universalidad y de la eternidad. Su prosa numismática (Cansinos Assens la definió de ese modo) y sus versos algebraicos forman parte de la Historia de la Cultura, como las pirámides de Egipto, el aire de Velázquez o los pentagramas de Beethoven. De tal suerte que cualquier aproximación que efectuemos a sus libros nos deparará un altísimo número de perfumes literarios, de argumentos notables y de sorpresas psicológicas. El informe de Brodie es un ejemplo nítido de tales virtudes. Once relatos breves en los que la fulguración del idioma empapa cada página, cada párrafo, cada frase, como gemas que se unieran para conformar el más espléndido y lujoso de los collares. Cierto es que los dos últimos (“El evangelio según Marcos”, donde se aborda una incomprensión religiosa que se precipita hacia un final truculento, y “El informe de Brodie”, que encantará a los lectores de Jonathan Swift) se desplazan hacia territorios más imaginativos o simbólicos, pero los anteriores anclan su espíritu en los patrones del universo argentino: unos hermanos de sexualidad primaria, que son capaces de compartir a la misma mujer y que deciden su suerte última (“La intrusa”); un viejo librero que, durante los días inestables de su juventud, acometió una vileza que sólo ahora se aviene a confesar (“El indigno”); un cuchillero que, como el Saulo de la Biblia, recibió un día una iluminación que lo hizo cambiar de vida (“Historia de Rosendo Juárez”); unos cuchillos que buscan las manos que les permitan acometer su venganza preterida (“El encuentro”); dos rivales que se ven abocados a resolver su eterna malquerencia de un modo imprevisto (“El otro duelo”). Y, empapando todas las páginas, la joyería estilística de Borges, que nos habla de un hombre que abre la puerta sin delegar esa función en el sirviente (“con sencillez republicana”) o de otro hombre que se muestra entusiasmado por la moda (Borges nos referirá “su infatigable interés por las variaciones de la sastrería”); una joyería que se nutre de adjetivos fastuosos, sustantivos de difícil superación y una sintaxis que, siendo sencilla, presenta en todo instante un aroma inconfundible.