El inquilino del cine rex -relatos breves-

Por Orlando Tunnermann

La puerta del cine Rex llevaba más de tres décadas cerrada, formando con su adusta clausura parte del sempiterno paisaje calmado. Por ello, Aurelio Martos corrió enseguida a buscar al alcalde, Cosme Corcuera, para informarle de que la verja, gris plomizo, había sido profanada.
No se había atrevido a entrar, le explicaba nervioso al orondo preboste, a quien encontró, como de costumbre, junto a Eulogio, Evaristo y Matías echando una partida de mus en el único bar del pueblo que aún no se había caído a cachos: “La doncella del río Negro”.
Clotilde Segarra hacía ganchillo en una mesa recoleta junto a su hermana Gertrudis. Murmuraban indecencias sobre el borracho empedernido que llegaba dando tumbos con nuevas tan inquietantes e inverosímiles.
La cuadrilla de ociosos labriegos jubilados, comandada por el rudo y soez Eulogio Valbuena, se mofó de Aurelio, cuya reputación de chalado le precedía desde que fuera bien sabido por todos que parlamentaba con las ranas que, según él, no eran sino heraldos de su difunta Mariela.
Los mensajes de ultratumba de los anuros le reconfortaban y estaba convencido Aurelio del místico vínculo sobrenatural.
Cosme se hurgó la nariz sin el menor decoro y frunció el ceño para evitar que sus enormes gafas de pasta negra siguieran descendiendo por la rampa de su masiva nariz de fisonomía africana.
El abdomen abultado quería escapar del redil de su camisa blanca de rayas finas y negras escasamente abotonada. Era un hombre apegado con celo a la definición del garrulo por antonomasia. Sus cejas eran densos nubarrones negros, unidos íntimamente en una frente sebosa y casi siempre sudorosa. Tenía el pelo negro y corto, sucio, empinado en la zona de la nuca, como si aquella región trasera fuera una sede central de antenas de comunicación.
-¿Qué te pasa Aurelio? ¿Por qué vienes tan agitado? ¿Qué te han dicho las ranas esta vez? ¿Se está portando bien tu mujer ahí arriba?
El socarrón comentario fue recibido con oleadas de alharaca por parte de los zafios compañeros de sobremesa y las gazmoñas hermanas Segarra, que, de tan beatas como eran, no hacían más que inventar patéticas excusas y pedir disculpas si se perdían uno solo de los tediosos e iterativos sermones infumables del crápula párroco Don Zacarías.
La sorna acompañaba al estrafalario Aurelio como si fuera un amuleto vilipendioso amarrado a su cuello delgado de avestruz.
-No han sido las ranas esta vez –Se defendió Aurelio, como si no hubiese calado en él la ponzoñosa puñalada del ludibrio. Con sus dedos toscos y arrugados de albañil retirado, se retorció los cabellos despeinados y rizados, haciendo bucles entre sus falanges sucias y callosas.
Tenía un rostro como de globo de fiesta de cumpleaños, tez trigueña y socarrada y expresión infantil y tarada.
-Alguien ha forzado la entrada del cine Rex. Yo mismo lo he visto –“…con estos ojos de rana…” se le olvidó añadir, pensó malévolo el alcalde en su habitual faceta desdeñosa-.
-Pero no me he atrevido a entrar –Prosiguió- y he venido enseguida a contártelo.
-Arrugó entre las manos una raída boina de cuadros negros y grises, tan antigua como los cimientos enterrados de la primigenia Hayastan. Cosme le miró circunspecto, dio descanso a sus fosas nasales horadadas y se levantó ceremonioso, como un orangután después de una pesada siesta.
-Pues habrá que acercarse hasta allí y ver qué ha pasado, ¿no te parece, Aurelio?
El aludido asintió, encantado con que el alcalde valorase su opinión.
-Seguro que es cosa de Tocho y Yoel… esos zascandiles siempre andan enredando. ¡Mano dura es lo que les hace falta a esos mocosos! Pero claro… como sus padres no les educan como Dios manda, andan siempre desmadrados…
El alcalde obvió la sugerencia de las hermanas, así como el resto de asistentes, indiferentes a su perorata.
Un modesto pelotón de aldeanos, encabezados por el alcalde, atravesó en pocos minutos el minúsculo pueblo de Gusandanos y arribó a la entrada del cine Rex.
Las hermanas Segarra se habían quedado atrás, solas, orando en la iglesia por las almas descarriadas o las de los fallecidos en alguna guerra olvidada…
Por su parte, Evaristo y Matías prefirieron acercarse hasta la orilla del río Negro para matar el tiempo departiendo sobre asuntos hueros, mientras se zambullían en el bucólico paisaje de prados y vacas que pastaban como siluetas obesas e inanimadas.
Cosme entró primero, seguido de Aurelio, Eulogio, Ataulfo, (el herrero de la comarca), y su esposa rumana, Corina, que cosía y zurcía a velocidades inadmisibles para el ser humano…
Inmediatamente se le unieron Agapito Salcedo y su compañero de brigada, Ernesto Coll. Desde el interior, hediondo y cochambroso,  oscuro como una gruta subterránea, les llegaba el sonido de una melodía disparatada e infantil.
Avanzaron en silencio como un hatajo de espectros medrosos. Ahora encabezaba la manada el dueto Agapito-Ernesto.
Habló el primero con estentórea voz impostada. Era un hombre bajito de rostro simiesco que gustaba de baladronear acerca de intrépidas misiones que, presuntamente, le habían encomendado en el País Vasco durante sus años de mocedad. Todo el mundo en Gusandanos aceptaba de buen grado  sus historias inventadas y hacía como que creían hasta la última palabra de sus artificiosas aranas.
-¡Es la policía!  ¿Quién anda ahí? ¡Salga muy despacio con las manos en alto!
“Demasiado teatral”, rezongó Eulogio propinándole un codazo de complicidad al alcalde. Ernesto, sin embargó, admiró el aplomo y profesionalidad de su superior.
Eulogio volvió a la carga e hizo un comentario de lo más inapropiado sobre el tufo que encerraba el local y cuya autoría, según él, recaía en el herrero o su patitiesa mujer; dos verdaderos pazguatos que se orinaban encima con las historias de fantasmas que contaban los niños en los campamentos de verano.
-He oído música… -Susurró en voz baja Aurelio, como si hubiese descubierto una nueva constelación-
-La hemos oído todos, idiota… ¿Para qué has venido? ¿Por qué no te largas con las ranas a croar un rato? Aquí ya no pintas nada.
Eulogio buscó la aprobación de sus palabras en el resto del grupo, pero sólo la halló en el sarcástico alcalde. ¿Oís esos pasos? –Bramó en guardia Agapito-
Así era. Alguien se aproximaba, arrastrando los pies palmípedos y una figura grotesca, extremadamente magra… extremadamente alta.
-¡No se mueva! ¡Alto! ¡Es la policía! ¡Quédese donde está y no haga ningún movimiento! ¡Ernesto! Ponle las esposas a este “pájaro”…
Agapito, divulgando órdenes, era como un feriante charlatán que vendiera oropeles a mitad de precio.
El aludido quedó estático, rasgando la oscuridad con su silueta discordante: manos gigantes, crines de jamelgo y un aspecto global de mendicante horrendo.
Ernesto le amarró las manos con eficacia y lo empujó unos metros, como si fuera un presente que ofreciera en sacrificio a los dioses del Olimpo. El grupúsculo de “exploradores” quedó sobrecogido por la sorpresa.
-¡Nicanor! ¡Dios mío! Pero… ¿Qué te ha pasado? ¡Estás horrible! ¿Dónde te has metido todos estos años?
Cosme contempló sobrecogido a aquel hombre astroso vestido de payaso que había desaparecido una tarde después de una función ante unos niños en un colegio de Zamora.
-Te ha estado buscando todo el mundo desde hace más de 5 años –Continuó Aurelio, con la emoción erupcionando a borbotones por sus ojos saltones.
-No lo sé… No me acuerdo de nada. Sólo me acuerdo de este traje de payaso… y que tenía que volver a Gusandanos, pero no sé por qué… ¿Acaso yo vivía aquí?
Eulogio se abstuvo de proferir comentario alguno y, sobrepasado por la emoción, abrazó a su hermano. El alzheimer le había raptado para llevárselo lejos, pero su hermano lo había derrotado con la artillería de la añoranza y el amor fraternal.