Tiene gracia que
precisamente yo me ponga a reflexionar sobre hablar. Yo, que creé un blog para escribir sobre libros. Yo, que soy la
reina de los taciturnos, los tímidos, los introvertidos. Yo, que me expreso
mejor (mucho mejor) por escrito que en voz alta. Siempre he insistido mucho en
que quiero que este espacio sea un lugar de debate, porque el intercambio de
opiniones permite sacar más partido a cualquier lectura y me parece
enriquecedor para ambas partes; por eso agradezco tanto que comentéis las
entradas, aprendo de vuestras aportaciones y me entretengo para responderos.
Sin embargo, el ambiente que de verdad resulta propicio para esta interacción,
esta charla espontánea sobre literatura, es cara a cara, utilizando la voz y
observando los gestos.No
obstante, conseguir que se den estas situaciones no es sencillo, porque lee
poca gente —en proporción al total de la población— y la lectura en sí es una
actividad introspectiva, no favorece la comunicación como practicar un deporte
en grupo o ir a la bolera. Además, la gran cantidad de libros que se publica
hace que resulte complicado coincidir con personas con las que se comparten
gustos, y el «No, no lo he leído (aunque me llama la atención)» se convierte en
una frase recurrente que corre el peligro de poner fin a ese tramo de la
conversación.Aun
así, a veces el milagro ocurre: se conoce a gente con la que hablar sobre libros. Lo
llamo milagro porque, para quienes estamos rodeados de personas que no leen o
leen sin el fervor de los lectores incansables, encontrar a alguien con quien
conversar con calma sobre lo que más nos gusta a ambos es un auténtico placer.
El entusiasmo que se irradia al explicar por qué un libro gustó tanto. Las
risas cómplices cuando se coincide en la valoración negativa de una novela. La
mirada atenta de quien escucha con interés lo que dice el otro. Los momentos de
chismorreo cuando uno se atreve a revelar un cotilleo que sería feo poner por escrito.Hay
cosas que los blogs no pueden sustituir (por mucho que nos guste bloguear).