Muy cerca de la estación de Victoria hay un edificio curioso: grande, funcional, racionalista, coronado por una torre cuadrangular y con una Union Jack ondeando en la fachada. Es, obviamente, un edificio oficial, aunque misterioso: nunca se ve a nadie en él. Tras las ventanas, escasas y elevadas, no se divisan personas y en el vestíbulo de acceso nunca hay visitantes, o muy pocos. Parece un archivo o un museo. Pero no lo es: si uno se acerca a leer la placa que hay junto a la entrada, sabrá que es la National Audit Office, la Intervención General del Estado. La primera vez que la vi, pensé que era una casualidad extraordinaria que yo, que había trabajado 22 de mis 27 años de vida administrativa en la Intervención de la Generalidad de Cataluña, residiese entonces tan cerca de su homónimo británico. El interventor es un personaje singular: es el contable de la organización a la que pertenece y, a la vez, el que controla que todos los actos económicos y patrimoniales de esa organización se ajusten a la ley, o, como se dice en el inigualable lenguaje jurídico, tan churrigueresco y latinizante, sean conformes a Derecho. Eso lo sitúa en una situación privilegiada para conocer toda la inmundicia de la gestión pública —las cloacas del presupuesto— (como en las películas de policías y ladrones, el contable es siempre el que más sabe), pero también en una posición trágica: si el interventor, cualquier interventor, es estricto y aplica la ley ad pedem litterae, la Administración, cualquier Administración, se paraliza. La ley está tan llena de requisitos, trámites, obligaciones, justificaciones y formalidades que ningún gestor, envuelto en la maquinaria elefantiásica e inmisericorde de la Administración, es capaz de cumplirlos todos. Es más: la mayoría de los funcionarios españoles es incapaz de cumplir una pequeña parte de ellos, o ni siquiera de entenderlos, o ni siquiera de saber que existen. Pero si el interventor no exige que se respeten todas las disposiciones de la ley, esta se vuelve contra él y lo hace responsable de cuantos males acontezcan. El interventor puede ir a la cárcel por la inobservancia o quebrantamiento de sus deberes específicos de contabilidad y control, además de por los mismos delitos que cualquier otro funcionario, aunque he de decir que nunca he sabido de un interventor enchironado, por nefasta que haya sido su labor. Y he conocido a muchos interventores lamentables, alguno de los cuales coronaba su incompetencia con un paradójico endiosamiento: como disponía de armas administrativas para entorpecer o denunciar la actuación de los demás, se creía el más poderoso de los seres: un júpiter tronante, un Zeus simpar, un José María Aznar. Si el interventor no desarrolla determinadas técnicas de supervivencia, su trabajo será un insufrible sinvivir: el gestor lo presionará para que firme lo que él sabe que no debería firmar, y su jefe, también interventor, para que firme lo que también sabe que no debería firmar, y no le pase el muerto. No obstante, la ley, pese a su inexorabilidad, suele dejar abierta alguna portezuela para que escurra el bulto. Por ejemplo, si el interventor observa en una mesa de contratación (que es uno de los órganos más importantes de la vida política española, aunque casi nadie lo sepa: en ella se deciden los adjudicatarios de los contratos públicos, que son, a su vez, la principal fuente de corrupción en nuestro país, como nos recuerdan cada día los periódicos) que algo no se hace con arreglo a la ley —otra fórmula que me encanta—, o que el informe del técnico adjudicador es un zurullo, o que la documentación se ha presentado indebidamente o fuera de plazo, o cualquiera de los infinitos motivos de oposición que prevé la ley, siempre puede eludir cualquier responsabilidad haciendo constar por escrito su discrepancia con la resolución de la mesa. El interventor está siempre entre la espada y la pared o, mejor, entre la espalda y la pared: en ese espacio exigüísimo que hay entre dos orbes irreconciliables: la norma y el mundo, el ser y el deber ser, el gestor que exige y la norma que prohíbe, los ciudadanos que desean servicios y esos mismos ciudadanos que desean que esos servicios se presten gestionando bien su dinero y cumpliendo la ley. El interventor es, aunque Cernuda jamás lo habría imaginado, un ejemplo preclaro de esa dicotomía irreconciliable que él estableció proverbialmente: la realidad y el deseo. Y también un escritor in pectore: los informes de fiscalización o auditoría, cuando no son fárragos ilegibles, que es lo que son casi siempre, incorporan fórmulas evasivas deliciosas, o generalizaciones que incluyen una posibilidad y su contrario, o cláusulas condicionales cuya condición es imposible verificar, o sugerencias veladas, o acusaciones tan difuminadas que parecen más bien exculpaciones. El interventor maneja el lenguaje como el torero la muleta: para que el toro de la verdad no lo empitone. Curiosamente, mi contacto con la Intervención en Inglaterra no se ha limitado a pasar por delante de la National Audit Office. El otro día, leyendo Cuando yunque, yunque. Cuando martillo, martillo, de Augusto Assía, el único periodista español que siguió en Londres la Segunda Guerra Mundial, y del que este libro recoge una selección de las crónicas, tanto de la guerra como de la sociedad británica, que mandó aquellos infaustos años a La Vanguardia, me encontré con este párrafo: Una vez que la Tesorería le ha concedido [al Ministerio] el crédito en cuestión, este tiene que ser ratificado por el Comptroller y Auditor General. Es el Comptroller y Auditor General, más que una persona, una de estas elevadas y misteriosas instituciones en que tanto abunda la estructura administrativa inglesa. Identificadas con una persona, tienen muy poco de personales, y constituyen tanto como una función, una dignidad. Aquel que desempeña el oficio es nombrado vitaliciamente, y no es considerado como un empleado del Estado ni un servidor de la Corona o un representante de las Cortes, sino como un ser independiente y equidistante de todos ellos. Su sueldo no puede ser aumentado ni disminuido y su destitución solo puede ser llevada a cabo por petición real y con el asentimiento unánime de ambas Cámaras. Consiste la misión del Comptroller y Auditor General no solo en evitar que ningún ministerio pueda gastar más que las cantidades que le han sido adjudicadas por los Comunes y con las que figura en el presupuesto, sino en vigilar su empleo honesto y legal, con arreglo a los designios de la Cámara de los Comunes y los principios de la administración y la contabilidad británicas. Ejerce esta función estricta y prosaica entre brillo de uniformes, ritos y reverencias antiquísimas y llenas de esplendor. A Assía se le nota la anglofilia por todas las costuras, pero es comprensible, teniendo en cuenta que había sufrido los bombardeos nazis igual que los ingleses y que estaba convencido, como toda persona decente, de la superioridad moral de los aliados en aquel catastrófico conflicto (hasta el punto de sospecharse que había espiado para los británicos). Las diferencias entre la venerable figura del interventor de la administración británica y su equivalente hispano son notables, aunque quizá no lo fueran tanto en la época en que el artículo fue escrito, a principios de 1945. Coinciden en procurar que no se gaste más de lo consignado en el presupuesto —aunque siempre se gasta más de lo consignado en el presupuesto— y que se haga, como queda dicho, de acuerdo con la ley y los principios de buena administración —aunque la administración siga siendo tan mala como siempre y la ley sea burlada, en letra o en espíritu, consuetudinariamente—. En lo demás las coincidencias son nulas: los interventores generales de las distintas administraciones españolas no son vitalicios, ni pueden serlo: su nombramiento y destitución son acordados por el Ejecutivo correspondiente (aunque la condición de interventor sí es permanente, si quien la ostenta no renuncia a ella); son empleados del Estado, con una dignidad tan menguada hoy en España como la de cualquier otro funcionario; no son independientes, sino que actúan bajo la dirección —y al servicio— del gobierno que los ha nombrado; su sueldo puede ser aumentado, aunque esto pase pocas veces, y reducido, lo que es mucho más frecuente; y, en fin, así como los interventores británicos han ejercido, con riguroso atavío civil, su "estricta y prosaica" función, los españoles han participado del "brillo de uniformes, ritos y reverencias antiquísimas" durante mucho tiempo —y aun siglos, desde que surgiera la figura en la Edad Media: entonces se le llamaba "maestro racional"— vistiendo galas y perifollos, incluso bicornio y espadín, con los que han contribuido al tenebroso esplendor del Estado, que, pese a su grandeza solar, a mí siempre me ha parecido vagamente tenebroso. No sé hoy en la Gran Bretaña, pero en España me consta que los interventores sobreviven a la mamotrética Administración del país con más pena que gloria, desempeñando su papel con la modestia y a veces hasta la penuria de un actor secundario, y resistiendo los embates de los malos gestores y los peores políticos como Dios les da a entender. Además, su trabajo, que consiste en revisar facturas, tener libros de contabilidad y redactar informes que no lee nadie, a veces ni él mismo, es aburridísimo. Yo he escapado algunos años de la Intervención, pero no sé si alguna vez podré decir definitivamente, como Robert Graves, adiós a todo eso.