Cuando abrió lo ojos el reloj marcaba las tres de la mañana, le había despertado un ruido inquietante cuando dormía plácidamente. La oscuridad de la habitación era aplastante. Martín, sin levantarse de la cama trató de identificar el ruido. Necesitaba creer que había sido fuera de su casa.
No lo pudo identificar, eso le trajo a la memoria el documental sobre visitantes de dormitorio que había visto esa misma noche; su mente se llenó de imágenes terroríficas. El ruido cesó. Martín pensó que quizás habría sido sólo parte de una pesadilla. Se acomodaba de lado en la cama de nuevo, como le gustaba colocarse para conciliar el sueño, cuando oyó el inconfundible sonido chirriante de las bisagras de la puerta de su cuarto; otra vez había olvidado engrasarlas.
Quedó petrificado, inmóvil, apretando su cuerpo tenso contra el colchón, sujetando las sábanas sobre su cabeza; para su horror, las imágenes de un ser insólito e inconcebible nublaban su razón para aterrorizarlo, se le heló la sangre en la venas. No obstante sudaba copiosamente. Intentó levantarse para dar la luz, pero sus piernas no respondían a la orden de su cerebro.
Estaba solo a merced de ese sanguinario ente que se colaba en su habitación. De la cómoda frente a su cama comenzaron a caer uno tras otros los retratos y objetos que tenía colocados en ella. Eran como fichas de dominó tiradas por una mano invisible y exterminadora.
Martín temblaba, estaba seguro de que iba a morir, a ser atacado sin piedad y ni siquiera podía gritar. Empezó a llorar quedamente. El ataque parecía inminente, y sería brutal. Giró la cabeza resignado para no ver la faz de su asesino en el último momento, y fue precisamente cuando lo vio. Unos ojos brillantes, diáfanos, fieros le miraban fijamente. Iba a morir con sólo treinta años.
Y así fue, Martín comenzó a morirse entonces, en ese instante. El corazón ya no le latía, se había disparado y de golpe se paró en su pecho. Esta vez sí emitió un grito, un alarido de pánico desgarrado. Pero aquellos ojos no se inmutaron, siguieron mirándole desde la esquina de su cuarto. Las lagrimas rodaban por sus mejillas. Sí, iba a morir. En un último impulso final, consciente de que era su última oportunidad, reunió toda la energía de su cuerpo en las piernas y saltó de la cama hacia el interruptor de la luz. Sentía la mirada penetrante desde el otro lado de la habitación. No sabía si lo lograría, quizás sí, quizás no, pero ya no tenía otra opción.
La luz se hizo, la habitación se iluminó. Martín se giró rápidamente y allí estaba, en la esquina de su propia habitación.
– ¡Miau! ¡Miau!.- canturreó la regordeta gata de su vecino, mirándolo fijamente.