El espeso manto de la nieve lo había cubierto todo en el valle de las alondras grises con su tupida casulla invernal.
Flanaghan se había extraviado, y sin la ayuda de Casius, el imponente samoyedo que había nacido con un ojo azul y el otro ámbar, sus posibilidades de hallar el mitológico jardín de amapolas verdoladas se fundían en las ciénagas insalubres del pesimismo.
Mindy, su esposa, permanecía en la rústica cabaña del nogal sombrío moribunda y febril, en compañía del leal perro guardián y de su hija, Cindy.
Flanaghan pensó en su hija con el cariño rebosando en su rostro redondo y rojizo. Su pequeña y dulce pelirroja, pitonisa y sanadora, le había enviado a través del bosque de las lágrimas perpetuas en busca de la hechicera Midnay.
Se ocultaba en el jardín de las amapolas verdoladas, le había dicho.
Debía traer exactamente diecinueve pétalos de aquellas plantas medicinales, que podían repeler el acceso presuroso de la muerte cuando ésta llamaba a tu puerta con sus manos llagadas y pútridas.
Flanaghan, el borrachín perdulario que trabajaba desde los 10 años en el aserradero de Arthur Mc Leod, el prepotente alcalde de la comarca, sesgaba la piel helada de la nieve con sus botas altas de cuero, en una lid desigual contra el tiempo y los elementos.
Avanzaba como un espantapájaros azotado por la cellisca, aterido de frío y muerto de miedo. Las ramas de los árboles, sus siluetas nervudas y puntiagudas, parecían ogros enfurecidos que le recriminaran por su inutilidad para acometer con éxito la crucial tarea que le había encomendado su hija.
Entre las brumas lunáticas del alcohol que emborrachaba su juicio, recordó las palabras de Cindy:
“…Sigue la senda de los arces rojos. Verás uno de ellos tronchado, partido en medio del camino. Sigue adelante. No te detengas. Te toparás enseguida con 19 arces negros y 27 albinos, formando un extraño círculo en torno a 19 setas gigantes con forma de sombrero rojo, moteadas con constelaciones amarillas y blancas…
Habrás llegado entonces al punto de encuentro. No sigas adelante, quédate quieto y espera. No podrás encontrar el jardín de amapolas verdoladas aunque quisieras, aunque lo tuvieras delante. Si ella no quiere que lo encuentres, no lo harás. No la busques, no trates de encontrarla. La hechicera Midnay te encontrará a ti…”
Observó su entorno. Miles y miles de árboles centenarios proyectaban su figura altanera por el valle albo como una comitiva de almas en pena; condenadas a observar el mundo con su mirada ciega y las ramas extendidas hacia el horizonte vetado, con sus brazos suplicantes en busca de la redención divina.
Acacias, olmos, castaños, pinos, abetos verdes y amarillos, embozados en provisionales atavíos blancos de fotogénica belleza… Ni rastro de la senda de los arces rojos…
Demolido por el lastre oneroso y afrentoso de la culpa y la minusvalía, se dejó caer como un saco de estiércol prescindible. Apoyó su cuerpo fornido contra el tronco formidable de un olmo. Miró al frente, un paraje blanco interminable, e imaginó que su hermosa hija le encontraba allí tendido, como un botarate llorica e indefenso.
Le miraba con sus serenos ojos verdes y su faz de porcelana, moteada de graciosas pecas claras espolvoreadas por las mejillas levemente sonrosadas.
Sintió sus manos pequeñas y blancas, aferrando las suyas, mientras le decía con cariño: “Ven tonto, es por aquí. Es muy fácil. Ya casi lo habías conseguido… ¿lo ves? No era tan difícil. Sólo tienes que creer un poco más en ti mismo”.
Flanaghan volvió a izar la mirada. Había avanzado unos metros, como en un trance, siguiendo el rastro de su hija. Su bella faz infantil ya no se hallaba frente a la suya, mirándole con inquebrantable ternura. Sin embargo, el escenario no era baldío ni desasosegador: ¡Ahí estaban los arces rojos, y el árbol tronchado en medio del camino!
Reinstaurando las fuerzas, corrió hacia la vereda. A los pocos minutos le cortaron el paso los imponentes arces negros… y los albinos, formando un esotérico círculo concéntrico en torno a las diecinueve setas hipertróficas.
Sumiso, quedó silente, estático, como una esfinge de arena y granito, tal y como le había aleccionado su hija. Esperaba a la sibilina hechicera.
En aquella zona umbría del bosque el tiempo parecía congelado. Los sonidos del viento eran como bramidos de gigantes. Nada se movía. Flanaghan permaneció en reverente estado inanimado durante poco más de diez minutos, petrificado como la sal de un océano prehistórico.Esperando, buscando arrendajos y abejarucos que surcaran el cielo, o encaramados entre las ramas de formas nudosas, comenzó a desvanecerse…
De pronto, sus pies parecían de algodón y su cabeza de plomo. Se fundía, se avecinaba contra el suelo...
Caía como un fardo de base hueca y prominente testa de hierro. En su declive creyó observar, o acaso alucinaba, que el paisaje mutaba su semblante invernal para investirse de fragante primavera.
Un lecho de amapolas verdes y doradas alfombraba un valle que refulgía como si sus simientes fueran semillas de oro y esmeralda.
Abrió los ojos, entumecido, sediento y famélico. Se sentía avejentado, lábil, como la cáscara de una nuez bajo el peso de un diplodocus.
Su hija, nuevamente, frente a su rostro caduco, le observaba, eternamente joven, eternamente hermosa, con su sempiterna expresión infantil impregnando su semblante de ambigua picardía e inocencia.
-¿Quién eres? –Espetó abruptamente-
No le reconocía. Inaudito. Se hallaban en medio de un valle de colores impresionistas, bajo un almendro de flores doradas, verdes, rojas y gualdas.
-Soy yo, tu padre. ¿No me reconoces, Cindy?
Su hija llevaba en torno a la frente una hermosa diadema floral, donde predominaban pétalos de amapola verdes y dorados. Le observó con displicencia.
-No me llames así, intruso. Mi nombre es Midnay, la dueña y señora de todo cuanto puedes ver.
Abarcó con sus manos pálidas todo el territorio floral.
-¿Cómo has llegado hasta aquí? Nadie conoce este punto del bosque. ¿Quién te ha hablado de mí y de mi jardín de amapolas verdoladas?
-Mi hija… mi hija Cindy lo hizo –Balbució Flanaghan-. Mi esposa se muere. Mi hija es hechicera, igual que tú. Me dijo que te buscara, que esperara a que tú me encontraras, que sólo tú puedes sanar a mi esposa.
La faz del trasunto de Cindy se suavizó. Le complacía la lisonja, que reconocieran su magnificencia.
-Sí, la conozco. Has hecho bien en acudir a mí. De otro modo, tu mujer moriría –Se acarició el cabello de fuego en un acto de vanidad-
-¿La conoces? ¿Conoces a mi Cindy? Estoy confuso… ¿Cómo es que os parecéis tanto? Sois como dos gotas de agua…
Le miró extrañada, irritada con su evidente impericia para el entendimiento.
-Somos la misma persona. ¡Creí que te habías dado cuenta! –Le reconvino con excesiva dureza Midnay-
-¿La misma persona? No entiendo… -Flanaghan se rascó su calva pelada, donde sobrevivían incólumes un puñado de canas blancas-
-¿Cómo podéis ser la misma persona? Creí que dijiste que te llamabas Midnay.
-¡Y así es! –Parecía molesta con la huera conversación, que ponía de relieve cuán obtuso era Flanaghan- Se trata de una paradoja temporal. Aquí soy Midnay, allí, en tu tiempo, soy Cindy. Esto es el futuro y Cindy es mi pasado.
Le aporreó la frente, como para comprobar “si había alguien en casa”.
-Pero… si eres Cindy y Midnay… y todo eso de la paradoja temporal… sabes quien soy… y sin embargo, me has preguntado que quién soy.
Flanaghan se extravió en un monólogo sin fin.
-Te ponía a prueba, botarate. Tu mujer morirá si no paras de freírme a preguntas. ¿Quieres eso? ¿Quieres que todos te recuerden como el borrico de Flanaghan, ese inútil borrachín que fracasó en la única misión importante que debía acometer en toda su vida?
-No preguntes lo que no puedes entender. ¿Podrás hacerlo, Flanaghan?
El aludido asintió, avergonzado con la severa admonición de su “parabólica-hija-temporal”.
-Espérame aquí, no tardaré, salvaremos a tu esposa.
Le puso una mano reconfortante en el hombro. En ese instante, reconoció por primera vez a su dulce Cindy.Cuando Midnay regresó habían pasado más de 6 horas. Flanaghan estaba cansado, famélico, iracundo…
-¿Dónde has estado? –Lloriqueó- creía que me habías abandonado a mi suerte.
De nuevo un gesto de empatía en la hechicera que evocaba a su hija Cindy. Sonrió, iluminando con su belleza todo el firmamento.
-Regresarás como un héroe Flanaghan. Se hablará de ti durante generaciones. Tu nombre será épico y magistral.
Se le anegaron los ojos de lágrimas a la curandera, orgullosa de él. Le besó en la frente.
-Has sido paciente… y valiente, Flanaghan. Pero ahora debes partir, se nos acaba el tiempo –Temblaba conmovida. Flanaghan se unió a sus temblores y lloriqueos. Se tambaleó. Ella lo sujetó con firmeza para que no se desplomara. Se secaban las lágrimas, el uno al otro.
-No hay tiempo… debes marchar ahora –Le entregó un precioso cofre de oro en cuyo interior había exactamente 19 pétalos de amapola verdes y dorados. Flanaghan lo miró confuso.
-¿Qué debo hacer con esto?
Midnay sonrió. Su sonrisa le dio fuerzas para acometer con éxito la crucial misión.
-Tú sólo debes entregárselo a Cindy. Ella soy yo. Ella sabrá lo que debe hacer. Cierra los ojos. No te muevas, no abras los ojos, quédate quieto… estás en casa… -Le susurró al oído. Su voz era distante, casi imaginaria, el murmullo del aire en una isla paradisíaca.
Cuando abrió los ojos se encontró en el epicentro del esotérico punto del bosque donde crecían las megalómanas setas.
Tenía los pétalos del jardín de amapolas verdoladas. Corrió sin descanso, en dirección a casa, sin mirar atrás. Retumbaba en sus oídos un pensamiento frenético: “… Entrégaselo a Cindy, ella soy yo… ella sabrá qué debe hacer”.
Mindy abrió los ojos, exhausta, ajada, aún bajo los efectos del potente brebaje que le había suministrado su hija. La fiebre había remitido y su semblante comenzaba ya a recobrar los colores rubicundos de la buena salud.
Flanaghan le cogió la mano derecha, apretando con inusual presión. Cindy sostenía la otra. Su padre le observaba con disimulo, tratando de hallar en su hija los rasgos vanidosos y altaneros de la hechicera Midnay. Ella, como si le leyera el pensamiento, recitó unas palabras que ya había escuchado antes, atrapado en una paradoja temporal.
-Has salvado a tu esposa, Flanaghan –Sus ojos se anegaron de lágrimas- Has regresado como un héroe. Se hablará de tu gesta durante generaciones. Tu nombre será épico y magistral.
Cindy se retiró unos instantes y salió de la cabaña. Quedó quieta, silente, imperturbable, acaso, buscando en el horizonte un jardín de amapolas verdoladas, acaso, buscando con la mirada a la hechicera Midnay.