En una época en la que los escritores publican una nueva novela cada dos o tres años, sorprende encontrar a una novelista que marca su propio ritmo, se lo toma con calma y deja que el mercado sea el que se adapte a ella, no al revés. Este es el caso de la norteamericana Donna Tartt (Greenwood, Misisipi, 1963), que debutó en 1992 con El secreto, de gran éxito internacional. Cuando muchos ya pensaban que se la recordaría como la autora de una sola obra, en 2002 reapareció con Un juego de niños. Finalmente, tras otros diez años de trabajo, en 2013 vio la luz El jilguero, reciente Premio Pulitzer, un novelón de más de mil páginas que ya ha vendido un millón de ejemplares en todo el mundo y se ha ganado el aplauso de los críticos, hasta el punto de que la faja de la edición española lo presenta como "El primer clásico del siglo XXI". ¿Publicidad inflada o genio extraordinario? Nada mejor que comprobarlo por uno mismo.
La acción arranca con un Theo Decker adulto que nos habla desde la habitación de un hotel de Ámsterdam. No explica qué hace allí; solo dice que es donde ha vuelto a soñar con su madre, fallecida hace más de diez años en un atentado terrorista en un museo de Nueva York. Theo empieza a rememorar su vida a partir de este suceso, acontecido cuando era un adolescente. Él también estuvo en el lugar de los hechos, pero corrió mejor suerte y, además de salvarse, rescató un cuadro, El jilguero (1654), del pintor holandés Carel Fabritius, discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer. Entonces Theo desconocía la historia de esta obra y no podía ni imaginar que ya se había salvado de otra explosión, siglos atrás. Él se limitó a seguir las indicaciones de un anciano herido que, sin ser apenas consciente de ello, le cambió la vida.
Theo, el "niño con calavera" del primer capítulo, se queda huérfano de madre, y sigue adelante con la obra en la maleta y el recuerdo de una chica pelirroja que vio justo antes de que todo estallara. Son los movimientos del cuadro los que determinan el hilo conductor y, a la larga, desembocan en una trama de intriga relacionada con el tráfico de obras de arte. No obstante, el libro es mucho más que suspense: por encima de todo, El jilguero habla de la naturaleza humana, de la entrada en la adultez, del paso del tiempo, de lo que regresa y lo que se pierde para siempre, de la amistad y el amor, de los miedos, los traumas y los errores, de atreverse a vivir pese a saber que todo termina con la muerte. ¿Qué tienen las grandes novelas para merecer este calificativo? Hay un rasgo frecuente que repercute tanto en su valor literario como en la capacidad de implicar al lector: unos personajes que atañen, que importan. Theo y sus acompañantes tienen esa fuerza, nacen de la observación de la calle y no admiten encasillamientos. Ni héroes ni víctimas; solo son ellos mismos, naturales y perfectamente imperfectos.
Como hizo Dickens en el siglo XIX, Tartt explora los recodos marginales de nuestros tiempos, como una forma de destapar esos ambientes que las instituciones tienden a ocultar o a tratar con condescendencia. En este sentido, la apuesta por dos amigos adolescentes funciona muy bien para llevar el peso de la trama: Theo, el chaval neoyorkino que se ve forzado a abandonar una existencia ordenada para marcharse a Las Vegas con su padre; y Boris, un chico que ha vivido mucho, que es de todas partes y de ninguna, que no se sorprende por nada. Boris, tan astuto, tan pícaro, me parece uno de los mejores secundarios que he encontrado nunca; sin él, esta novela perdería la mitad de su poderío (a modo de aperitivo, llama a Theo "Harry Potter" por las gafas y la ropa de niño bueno).
Theo pasa de la rutina estable controlada por una madre responsable a
Theo y Boris llevan lo que se llama "mala vida", pero al adentrarse en ella se constatan las contradicciones que la conforman: tienen dignidad ("Es muy distinto, Potter. [...] Robar a una persona trabajadora o robar a una empresa grande y rica que roba a la gente.", pág. 371); devoran libros con fruición (Dickens, Thoreau, Steinbeck, etc.), en contra de la idea de la cultura elitista; y el trato con sus progenitores supera el arquetipo de padre alcohólico pasota, con especial atención a las particularidades de la embriaguez: la violencia, los arrepentimientos, los intereses. Por supuesto, hay un gran relato de amistad, que va del descubrimiento adolescente a la diferente conexión entre dos adultos. Aunque Theo piensa mucho en la chica pelirroja, probablemente la relación más extraordinaria de El jilguero es la de su amistad con Boris.
Además, en Las Vegas está Xandra, un personaje tan divertido como perverso y muy propio de nuestra época (algo así como la "choni"): cuarentona, soltera, sin hijos, trabajo precario, ni guapa ni fea, cuida su físico, ropa hortera, malhablada, indiferente, drogadicta también. El contraste entre ella y los otros dos perfiles femeninos de su quinta es digno de subrayar: la madre de Theo, que sería el modelo de mujer moderna sensata, madre y profesional a la vez; y la señora Barbour, representante de una alta sociedad que no encuentra su encaje en este imperio de la clase media, una paradoja entre la apariencia opulenta y el oscuro interior de la familia, pero, en el fondo, más cabal y emotiva que la fría Xandra.
Más allá de lo personal,
En segundo lugar, la parte de Las Vejas (y por extensión, todo lo que sigue) me parece una inteligentísima crítica a la cultura de las apariencias. La elección de este escenario -el desierto, la ciudad de mentira- enfatiza la oposición entre lo sugestivo de la publicidad y la miseria de los muchachos. Lo que le ocurre a Theo se puede entender como el abandono de la sociedad estable, protegido por su madre, para entrar en un mundo de falsas esperanzas, no solo por la mala vida, sino por el hecho mismo de hacerse adulto y comprender que no siempre se es como se querría ser, por mucho que la sociedad invite a luchar por ello (un modelo social hipócrita, fuente de frustraciones). El American way of life se cuestiona: Boris -qué importante es Boris, qué importante es que no se identifique con ningún país, pero que sea más de la Europa del Este que de Occidente- proporciona otra mirada al liderazgo de los Estados Unidos posterior a la desintegración de la Unión Soviética ("Estados Unidos solo acosa a los países más pequeños que creen ser diferentes a ellos", pág. 375, "La democracia es un pretexto para todo, joder. La violencia..., la codicia..., la estupidez..., todo está bien si lo hacen los estadounidenses.", pág. 396). El tono adolescente, la sinceridad brutal de Boris, refuerza el mensaje por la pasión de sus palabras.
Por otro lado, con un cuadro como eje conductor, el libro no podía olvidarse del
En el fondo, El jilguero nos pregunta por qué damos por válido un sistema social si hay tanta gente que no encaja en él, si las reglas son a veces un cinturón que constriñe y aun así no evita los actos salvajes. Pero la intención no es (solo) lanzar una crítica social, sino dar cuenta de la complejidad del mundo actual y la imposibilidad de explicarlo con categorías simples. Las reflexiones finales se centran en la escala de grises entre lo bueno y lo malo, los peligros de encasillar una acción o un individuo, sin considerar sus razones para actuar así. No siempre logramos ser lo que querríamos ser o, mejor dicho, lo que nos convendría ser. A veces ni siquiera lo intentamos, porque no podemos o porque ese estilo de vida cuestionable es la única forma de mantenernos a flote. Somos humanos, criaturas imperfectas por naturaleza y por nuestro empeño en aspirar a un patrón inalcanzable. Los personajes de El jilguero actúan por ellos mismos, sin justificarse, sin victimizarse. Son como son, y tal vez por eso resultan tan crudos, tan únicos, tan vivos.
Crecer, para Theo, supone abrir los ojos, tomar conciencia de que nunca se llega a tener certeza de nada, salvo de lo que siente uno mismo. En algunos aspectos, puede parecer un libro pesimista, nihilista, pero, pese a los traumas, pese al desamor, pese al miedo, Theo no se rinde y anima a vivir, a ser valiente, porque solo la valentía, unida al amor (no como sentimiento romántico contemplativo, sino como fuerza interior que impulsa a moverse y a crear), es capaz de superar los obstáculos. Al fin y al cabo, el amor por el cuadro lleva a Theo a tomar este rumbo. La novela es mucho más que una historia de iniciación, como también es mucho más que un thriller, una crítica social o un relato inspirado en una pintura. En ella tienen cabida la amistad, el amor, la marginación, las experiencias fuertes y, por supuesto, el arte, como producto de la vida que permanece después de la muerte. Está contada con elegancia, hábil tanto para expresar con seriedad los pensamientos del narrador como para dominar el coloquialismo de los diálogos, y con giros argumentales justificados.
La crítica le hace justicia: El jilguero es un despliegue literario espectacular. En sus páginas confluyen las segundas lecturas de las obras maestras y el entretenimiento que apasiona al lector; Tartt demuestra que narrar una historia trepidante no está reñido con construir personajes complejos y realizar un estudio minucioso de los rincones grises de nuestra sociedad. Leedlo, porque la evolución psicológica de Theo os impactará, las ocurrencias de Boris os harán reír y pensar, las apariciones de Pippa os harán dudar, Hobie os devolverá la fe en la bondad..., pero, sobre todo, leedlo porque os llenará y, a la vez, os recordará lo incompletos que somos.