Dicho esto, el guión de Steven Zaillian y Aaron Sorkin sí engancha (sobre todo en la primera mitad del largometraje) gracias al anzuelo matemático-estadístico que el libro original de Michael Lewis habrá desarrollado mejor. La ocurrencia de enfrentar la mercantilización abusiva, incluso destructiva, del juego bien puede despertar la curiosidad de nuestros hinchas de fútbol, enojados con una dirigencia a la que sólo le interesa el lucro.
La condición descartable de los jugadores, la angurria de los equipos más grandes, los esfuerzos de los más pequeños por arañar una pequeña porción de torta son algunos de los aspectos que aborda el director Bennett Miller. Esta lupa puesta en el negocio del baseball (aplicable a otros deportes de consumo masivo) distingue a Moneyball de por ejemplo Jerry Maguire, película protagonizada por otro galán (Tom Cruise) que en la ficción también trabaja con deportistas (en este caso representa a jugadores de football americano).
El film que Cameron Crowe dirigió década y media atrás se concentra más que nada en la vida personal del personaje. El romance con Dorothy Boyd/Renée Zellweger es tanto o más importante que el vínculo profesional con el jugador Rod Show-me-the-money Tidwell, interpretado por Cuba Gooding Jr.
En cambio, la propuesta de Miller invita a reflexionar sobre una doble naturaleza del deporte: como negocio (altamente lucrativo en el caso del baseball -o del football- en los Estados Unidos y del fútbol en Argentina) y como pasión (de quien lo practica y del hincha).
Con buena voluntad, uno puede resistir el pintoresquismo de El juego de la fortuna así como las más de dos horas de duración. Ayudan los aciertos del guión, la presencia de Pitt (aunque algunos habríamos preferido que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood lo nominara por su trabajo en El árbol de la vida), el descubrimiento de un nuevo Hill (¿es éste su primer papel serio?) y la pequeña intervención de Seymour Hoffman.