El juego infinito. Capítulo I, parte I

Por Tarrou

Los retazos mutilados que perduran tras las fatigas del sueño son como paisajes arrasados tras la batalla. La realidad que nace de la claridad que llega desde el cielo aparece frágil y espesada por su rastro. Cuando se repiten inalterables, esa batalla es entre Dioses que luchan por una voluntad.
Así lo sentía Abdel. Toda la heredad que su labor había levantado, el ganado, la tierra, se desvanecían cada noche en alas de signos, visiones, brumas nocturnas que creía avisos. Y cada despertar, su mirada se veía velada como por un fuego que deformase la realidad. Solo la noche permanecía. En ella, la oscuridad se hacía penumbra, y luego velo. Montañas que se acercaban bajo el paso de las negras nubes, bajas, estruendo de tormentas, y resplandor claro. Más tarde, esas montañas caían como arenisca y de su seno nacía un enorme sol blanco. Era plácido y lo había interpretado como una buena señal, así también los suyos consultados. Pero su persistencia, y algunos otros sucesos, lo movieron a duda. Y a veces ni siquiera el rumor del arroyo y los gritos de la populosa urbe, orgullo de su gente, desperezándose lo aliviaban.
El sol trepaba los escalones de la pirámide escalonada que era el símbolo de la permanencia de su pueblo en esa agraciada tierra. Es un zigurat, querido lector. Y a Abdel nunca le había importado mucho más que como un símbolo de unión entre sus ancestros y su futura prole, que también prosperaría a su sombra. Era para él, orgulloso y humilde, la roca inmutable a la que su linaje se aferraría en el océano del cambio que predicaban los celosos, la orden del templo.
Es un edificio magnífico. Los celosos sostienen que fue erigido poco después del primer crepúsculo. Varios pisos unidos por escalinatas exteriores e interiores, pintados y decorados en atención a las divinidades ensalzadas, en orden de menor a mayor importancia. Las del agua, las del éter, las del viento terrestre, las de la tierra, las del mundo inferior, las de la arena, las de las constelaciones, las del viento divino, que lleva en sus entrañas el fuego. Por eso una hoguera que nunca declinará arde cada noche en la estancia central, y solo los celosos pueden acceder a su estancia.
Estanques, fuentes y árboles decoran algunas bases de los pisos, añadiendo su rumor y frescor a la pintura terrosa. Estatuas de bronce representan pasajes de la historia de la primera tribu, divinidades menores y aves de plumaje vibrante. Cariátides sostienen pasajes que conducen a estancia para la meditación, entre azulejos delicados y mullidos cojines. Las estancias penitenciales son alcanzadas tras atravesar pasillos oscuros con las paredes de oro. En la cúspide, un fuego (no consagrado) ilumina las noches. Y las bibliotecas recopilan oraciones y conocimiento de las divinidades y sus emanaciones desde donde los humanos han sido capaces de penetrar. Son estancias de luz natural amplificada por sutiles espejos. Hay también estancias secretas que sólo los celosos frecuentan. Dicen, y Abdel los cree, que el Zigurat fue creado para sobrevivir eterno, incluso a la muerte de todo lo nacido y la futura destrucción del mundo, antes de la Unión final a los elementos. Y no fue construido por manos humanas.
Pero el escribiente tiene el privilegio de apartar la noche de los tiempos con solo un movimiento de su párpado. La pirámide escalonada que sostenía el fuego de las aves sacras había sido construida, según la tradición impuesta, por Gigantes de alas negras a las órdenes de los primeros, un grupo de profetas y legisladores de la estirpe de la primera tribu, cuya ciudad fue demolida por la furia de los genios de la arena, olvidados en los sacrificios rituales. Las otras tradiciones rezan extraños destinos para esa ciudad primera, a la que llaman Reth. Coinciden todas en que la ciudad no fue destruida, sino que se encuentra aún bajo las ondas de arena. Los sokhai, que no admiten el licor y veneran a los peces, afirman que la bajo el desierto hay un mar, y en ese mar resplandece Reth, cuya pirámide es el espejo de la de Ruk, pero con incomparable magnificencia y brillo. Piense el lector lo que desee, pues no es la pirámide celeste el centro de nuestra historia. La realidad es que ese incomparable Zigurat, existió, existe en el momento en el que el narrador teje la historia. Y hacia la ciudad que lo cobija se dirige ahora Abdel, meditabundo.
Le gustaba acudir a ella cada día al amanecer para contemplar como se desperezaba lenta y titánica cuando los edificios de adobe iban vistiéndose del color de las nubes del Sur. Eran esas nubes que soñaba, las que abrían el paso a la luz. Abdel quería despojarse de ese recuerdo que lo turbaba sin razón aparente. Caminaba mientras los mercaderes instalaban los toldos, y los animales se agitaban en jaulas o atados a estacas. Muchos de ellos no verán la luz de otro día, y como ocurriera con cualquiera de los celosos de la más alta orden, la ciudad era completamente indiferente a su destino, fuera auspicioso o cruel. Le acompañaban a veces sus hijos pequeños, aún no aptos para la labor. Al regresar acarrearían los cubos de agua y leche y apilarían leña. Los niños miraban todo con ojos antiguos, aprendiendo las diferencias entre su lógica simple y las complejidades de un mundo que era una guerra. Cuando se discutía una venta, cuando se leía una sentencia solemne, cuando la populosa multitud se reunía para discutir el favor de los Dioses. Abdel caminaba con la dignidad requerida para enfrentarse a esos desafíos, a los que había aprendido a amar. La codicia de los venteros, la malicia de los tratantes lejanos, la lastimosidad fingida de los celosos, la violencia soterrada de los desposeídos que hacían cola en los pequeños templos para recibir su ración mínima. La vida bullía en cada rincón.
Tras discutir acerca de algunas ventas, Abdel se dirigió a los baños cercanos al templo de la divinidad de la arena para que sus hijos pudieran ver la formidable fuente que representaba las fuentes de los 11 ríos que rodean el mundo y los dioses que moran en ellos. Luego, los dejó en la casa del maestro donde aprendían las cuentas del escriba. Luego se dirigió a una de las cuevas de los augures, pues sus sueños lo atormentaban y necesitaba saber que había dentro de él que creaba esas imágenes; la última noche, fantasmagóricas coreografías de macilentos atravesaban sus campos y aterrorizados, se dirigían hacia el Sur, movidos por un viento interior irresistible. No le hablaban, solo le mostraban ojos llenos de tristeza y temor y se llevaban sus cosas invitándole vehemente a seguirle. Y Abdel sentía, pese a lo que su mujer le decía para tranquilizarlo, que esas imágenes contenían verdad, que había un peligro acechando su mundo.