Pero los acontecimientos del día y diversas conversaciones que tuve me hicieron replantearme un tema que creo que no se acostumbra a tocar a menudo.
Quizás son las circunstancias que hemos tenido que vivir las mujeres durante toda la historia de la humanidad, quizás es el resultado de las diferentes revoluciones feministas que han habido durante el último siglo, quizás es la necesidad de reafirmarse como un sexo fuerte, en contra de lo que siempre se ha dicho.
La cuestión es que ha llegado un punto que, en muchas ocasiones, el ser femenina, el actuar con cierta fragilidad, con cierto sentido estético, reivindicar que hay que exigir paridad, pero que en ciertos aspectos, los hombres y mujeres no somos iguales, parece ser que se convierte en algo negativo, en algo a recriminar.
Y lo peor, es que este echar en cara esta actitud, catalogar a quienes lo hace, casi como nazis antifeministas, son las propias mujeres.
Hay que exaltar un feminismo lógico, de lucha por la igualdad, pero no uno que sea más dañino que otra cosa.
Esta actitud no nos ayuda ni entre nosotras, ni de cara a la sociedad.
Un feminismo radical es, como todos los extremos, maligno para todos.
Ir arreglada, no te hace ser menos profesional ni menos inteligente; aceptar nuestro lado sensible, nuestra fragilidad, no implica ser ser menos independiente, ni menos fuerte en personalidad ni ser una traidora a la causa de la lucha femenina ( que no feminista).