Es el capitán atlético y su buque insignia. Es el referente de las masas colchoneras y, en especial, de sus seguidores más jóvenes, que ven en Agüero goles, fantasía y toda la ambición del mundo, la misma que le falta al Atlético desde que a finales del siglo pasado las intervenciones judiciales y la pésima gestión económica y deportiva enterraron la grandeza atlética hasta convertirlo en un aspirante a aspirante, muy lejos de ejercer de tercera vía tras los dos colosos y por debajo, incluso, de otros equipos que desde la zona noble consiguieron, durante más o menos tiempo, hacerse con el título de tercer grande español. Son los casos de Deportivo de la Coruña, Valencia o Sevilla.
Desnaturalizado el Atlético -a mucha distancia de sus aspiraciones históricas- y sin terminar de asumir su nuevo rol, empezó a vivir deprisa. Incapaz de mirarse las tripas y de tomar decisiones eficaces a largo plazo, pareció comportarse como un imberbe enfadadizo, caprichoso y de morros con el mundo. No valía el poso de su historia y quemaban los entrenadores, los directores deportivos y los referentes sobre el campo. En el seno de una familia desestructurada, pues los problemas judiciales, económicos y políticos condicionan hasta hoy su deriva, el Atlético parece un adolescente en continua búsqueda de su lugar en el mundo.
Añejo parece ya el recuerdo del Doblete, cuyo decimoquinto aniversario, caprichos del destino, es hoy mismo. Tanto es así, que las nuevas generaciones atléticas (de los treintañeros -o casi- para abajo) desconocen el verdadero lugar de su equipo en el fútbol patrio. Por un lado, una historia llena de ambición y gloria. En el otro, la cruda realidad del presente, donde una clasificación para la Champions convierte en excelente la temporada. La UEFA del año pasado y la posterior Supercopa europea no deben sesgar el análisis general. Dichos títulos se ganaron gracias a la brillantez de determinados jugadores en posiciones clave. En ningún caso fue el fruto de la maduración de un proyecto deportivo sólido.
Y hablábamos de Agüero, por derecho propio y pese a sus veintitrés primaveras, uno de los mejores delanteros de la historia del club. Es tal la identificación con el ’10′ y tanta la fe incondicional depositada en su Braveheart particular que se necesitará mucho tiempo para que el pueblo rojiblanco digiera algo que ahora parece una hipótesis pero que según pasen las horas podría convertirse en algo tangible: Agüero quiere ir al Real Madrid.
Lo ha confirmado un compañero del jugador hace unas horas en Italia, Ujfalusi; lo afirma la prensa de la capital, lo deduce el mundo del fútbol y lo teme y lo sufre con angustia el seguidor atlético. Compra con recelo la prensa deportiva y escucha con pavor en las numerosas tertúlias radiofónicas y televisivas el calendario de actuación del ‘Caso Agüero’. Lo que parecía una pesadilla nocturna tiene visos de convertirse en cierto. Y es la gota que colma el vaso. Ahora que parecía curada la herida del cambio de acera de Hugo Sánchez a principios de los ’90 parece que la historia se repite.
Son veintitrés años los de Agüero, todo el futuro por delante, el artífice de la gloria reciente, el emblema sobre el que edificar, por fin, un equipo ganador, un derroche de fantasía entre la medianía que aletarga cada quince días al Calderón y un sentimiento paternal comprensible. El jugador llegó muy joven al Atleti y fue en el Atleti donde creció, donde mejoró enormemente como futbolista y donde se hizo hombre y padre. Demasiado grande es el vínculo afectivo como para aceptar que el hijo pródigo vaya a cambiar de acera y vaya a serle infiel a su amor eterno con la exuberante ramera que simboliza para el Atlético las poderosas razones del Madrid.
Más allá de la alta traición del ‘Kun’, desde fuera se entiende que aspire a jugar la Champions, a tratar de ganarla, a pelear Ligas, a colmar premios individuales y a pertenecer, por pleno derecho, al olimpo de los dioses. Es duro, sí, pero es el precio que tienen que pagar el resto de clubes españoles mientras se mantenga el actual reparto televisivo. También el Atlético, cómplice del mismo por ofrecer su culo a Madrid y Barça en la renegociación de los derechos televisivos, con el fin de mantener sus migajas intactas mientras la brecha entre éstos y el resto, aumenta hasta el sonrojo. Dicha decisión, por banal que parezca, evidencia la cortedad de miras de la cúpula directiva rojiblanca, su incapacidad para situar al club donde merece y su hipocresía. El traspaso de Agüero lleva meses gestándose en la capital mientras Gil Marín, Cerezo y cía juegan al despiste y miran hacia otro lado. Teatrillo puro y duro para salvar sus muebles y no asumir la mediocridad en la que han envuelto a la institución.
Mientras tanto, jarabe de palo para el aficionado colchonero, a camino entre la indignación con sus directivos y el desamor por el ataque de celos justificado por Agüero. Su única culpa, querer tanto a su club y a su estrella, que les juró amor eterno tras el flechazo inicial y que va camino de marcharse a la francesa, con pose de mercenario y cantando un tango. Mal de amores, vaya. Porque un tango es el Atleti y no otra cosa.