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La piratería y la falsificación son actividades delictivas y su difusión provoca una cadena de efectos negativos sobre el Estado, la empresa y la sociedad. Pero, ¿es posible que en algunos dominios los efectos no sean tan malos y la falsificación sea un mal necesario? Un caso sugerente es el sector de indumentaria de fútbol. Mediante estrategias publicitarias de seducción, empresas líderes como Nike, Adidas o Puma instalan el deseo sobre productos vinculados con referentes de ciertos grupos sociales (como los botines de Messi o la remera de Ronaldo), aun sabiendo que en países como la Argentina la mayoría de la gente no podría comprarlos.
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En el último mundial de fútbol el gobierno británico le pidió a Nike que reviera los precios de la camiseta de la selección: salía 90 libras (US$ 150) y la sociedad consideró que los valores eran "una estafa". "Entiendo el enojo de la gente, no está bien pedirles que gasten 90 libras en una camiseta, especialmente cuando el equipo cambia su indumentaria con tanta frecuencia", decía Helen Grant, ministra británica de Deportes. El primer ministro, David Cameron, se involucró: protestó por los precios y aconsejó a Nike no aprovecharse del fervor de los seguidores. La firma cedió y sacó una versión más económica.
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En la industria de las marcas de indumentaria y calzado, la falsificación sería la respuesta a una distorsión sin solución: el mercado crea necesidades artificiales a gran escala, impone patrones de "consumo-signos", relaciona productos con sentimientos, con ídolos sociales, posiciona la marca dentro de una lógica de identificación social, pero vende esos "productos-signos" a precios que los sectores de ingresos bajos y medios deberían resignar altas raciones de bienestar para acceder. La derivada de ese esquema tramposo es el surgimiento de un mercado paralelo, de menor calidad, que imita al producto original.
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“La mercadería falsificada no compite con los negocios que venden originales, porque ellos no podrían vender imitación y nuestros clientes no podrían comprarles a ellos”, entiende el vendedor de una de las tantas ferias informales de Buenos Aires que sugiere diferenciar entre la falsificación que busca “engañar” y la falsificación que busca “igualar el consumo”. Para los comercios formales la historia es diferente porque la venta de imitaciones tiene dos colas graves: la evasión fiscal y el empleo precario.
Desde hace algunos años, dos profesores de Derecho, Kal Raustiala y Christopher Sprigman, hacen ruido en la comunidad académica mostrando que dejar crecer los mercados de falsificados en el mundo de la moda es una estrategia intencional de las marcas afectadas. En sus trabajos La paradoja de la piratería, Economía de la falsificación y Falsifícalo hasta lograrlo, Raustiala y Sprigman revelan que la imitación no disuade la innovación, al contrario, la promueve, y cuentan cómo en la historia, la producción pirata fue fundamental en la creación de mercados y marcas. Sus estudios sobre la industria de la moda son categóricos: “Es pasiva frente a la imitación porque su éxito hay que buscarlo en las reglas de propiedad intelectual débiles”.
El argumento es sugestivo: como hay gente que consume productos de marca “caros” como elemento diferenciador de un mayor estatus social, esos productos, que suelen estar asociados a referentes del deporte o el espectáculo, rápidamente comienzan a falsificarse. La imitación de los diseños hace que sean consumidos por las masas, y como la gente no quiere usar lo que usan todos quiere algo propio y original, se genera un ciclo de demanda de nuevos diseños. Los autores llamaron a ese fenómeno “obsolescencia inducida”, donde las falsificaciones se vuelven rentables para las empresas falsificadas. En su libro Gratis, Chris Anderson explica esa paradoja como parte del dilema: a los consumidores deben gustarles los diseños de este año, pero también deben quedar insatisfechos muy rápidamente para comprar los diseños siguientes. El supuesto fuerte es que la gente que compra falsificaciones jamás compraría el producto original.
La piratería tiene su escuela en el arte, donde la falsificación llegó a considerarse un "arte" en sí misma. En la pintura, auténticos maestros dedicaron su carrera a imitar a grandes artistas y vender sus obras entre quienes jamás podrían comprar una original. Hay anécdotas donde los artistas firmaron como suyas pinturas de sus imitadores y hay casos de museos que exponen obras de imitadores. Como pasa con la moda, son los casos donde la falsificación parecería no usarse para engañar, sino para socializar un producto y ponerlo al alcance de sectores con menos ingresos. Finalmente, cuando el mercado populariza necesidades pero los desequilibrios entre precios e ingresos impiden satisfacerlas, surgen subequilibrios precarios para achicar las diferencias. Son los “equilibrios negros”, y superarlos exige mucho más que controles y castigos; exige resolver un problema más profundo, que es el dilema distributivo. ¿Y cómo distribuir el ingreso en una sociedad donde nadie quiere resignar porque siempre hay nuevas metas de consumo?
“La extraña paradoja de la falsificación de las marca”
VICTORIA GIARRIZZO y DARDO FERRER
(la nación, 17.07.16)