EL LEGADO DE BENEDICTO XVIPublicado en Levante 26 de febrero de 2013
Ahora que se despide Benedicto XVI es momento de hacer balance. Se ha dicho, a mi parecer con acierto, que a Juan Pablo II la gente iba a “verlo”, y que, en cambio, a Benedicto XVI, iba a “escucharlo”. Dos maneras diferentes de presentarse. Dos estilos distintos.
Quisiera, como despedida, quedarme con su último mensaje que remite en profundidad a su primera encíclica (Deus caritas est: Dios es amor). Corresponde al mensaje de cuaresma de este año, que lo dedica a reflexionar sobre la limosna y el sacrificio, entendidos como amor-donal al prójimo. Lo inicia con un texto de san Juan -“Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”- y señala a continuación que los cristianos no lo son por “una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con una Persona”. Y puesto que la iniciativa parte de ese Dios vivo que nos ha amado primero, ahora el amor no es ya algo mandado, sino la respuesta al don del amor, con el cual ese mismo Dios viene a nuestro encuentro. Se trata, pues, de un encuentro-conocimiento. En el lenguaje bíblico “conocimiento” no es meramente algo especulativo, teorético, sino algo vivo y práctico, que nace del amor y suscita el amor. Y así, cuando el Génesis nos habla de que Adán “conoció” a Eva, nos da a entender que de dos cuerpos se hicieron una sola carne (un encuentro). Y ese conocimiento-encuentro suscita la fe, que surge de la clarividencia “del amor gratuito y «apasionado» que Dios tiene por nosotros”. Por eso concluye que “el amor nunca se da por concluido y completado”. El cristiano es “una persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo”.
“El amor es una luz -en el fondo la única- que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar”. Luz y fuerza, fe y amor, en perfecta complementariedad. La existencia cristiana consiste en un continuo “subir al monte” del encuentro-conocimiento de Dios para después volver a bajar al mundo trayendo el amor y la fuerza a fin de servir a los demás. La conclusión es que “la prioridad corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir debe estar arraigado en la fe”. Dicho de otra manera, lo que los hombres hacemos no es lo fundamental, aunque no haya que quitarle importancia, sino que lo valioso es lo que Dios hace por los hombres. Por eso, concluye, y a mi modo de ver es como el núcleo duro de todo su magisterio, que “ninguna acción es más benéfica y, por tanto, llena de amor hacia el prójimo que introducirlo en la relación con Dios: es la promoción más alta e integral de la persona humana”. La indigencia humana no es primariamente material, sino especialmente espiritual. Un mundo sin Dios es un mundo hostil. El hombre sólo se vuelve inteligible para sí mismo y para los demás en la medida de su amor. Esa es su grandeza.
Pedro LópezGrupo de Estudios de Actualidad