Fue hace ya dos años cuando leí dos libros seguidos de Saul Bellow (1915, Montreal - 2005, Massachusetts) editados por Galaxia Gutenberg, y apunté que quería seguir leyendo más, gracias a la buena impresión que me habían causado la calidad literaria de los libros así como la calidad de la edición. Es curioso comprobar como a veces nuestros planes, aunque sean sobre el modo en que gestionamos nuestras aficiones, acaban llevándonos por caminos inesperados. Fue en la pasada Feria del Libro de Madrid, una tarde de junio de un día de diario, paseando entre las casetas, cuando llegué a la de Galaxia Gutenberg y me puse a hojear sus libros. El dependiente empezó a recomendarme libros y charlamos un poco sobre su editorial (cuyo trabajo siempre he admirado). Me acabé comprando El legado de Humbolt. Sobre mi extraña relación de infancia con esta novela ya hablé cuando escribí la entrada correspondiente a Herzog, así que para no repetirme estableceré un enlace a esa entrada (ver AQUÍ). En 1976 Saul Bellow recibió el premio Pulitzer por esta novela. El mismo año que le fue concedió el premio Nobel.
Cuando hable de Herzog, hace dos años, escribí: “El tema principal de Herzog sería el de la inutilidad del intelectual para valerse de sus ideas en un contexto práctico. Herzog puede ser un experto en Hegel, en los románticos… pero no sabe ver que su mujer le está siendo infiel con su vecino y mejor amigo.” La misma idea sería válida para El legado de Humboldt, ya que ambas novelas comparten muchos de sus planteamientos. En esta última nos encontramos con Charlie Citrine, un escritor de unos cincuenta y cinco años, que aún vive de las rentas que le dio la adaptación teatral en Broadway de una de sus obras. También ha escrito la biografía de algunos importantes hombres de Estado norteamericanos, y ha podido conocer, por ejemplo, a los miembros más destacados del clan Kennedy. Sin embargo, Citrine ha decidido abandonar el Nueva York que vio florecer su éxito y ha decidido volver al Chicago de su infancia.
Citrine tiene que comparecer en los juzgados por las demandas de divorcio que le impone su ex mujer, quien ha contratado al mejor abogado con la intención de desplumarle. Citrine ha decidido abandonarla a ella y a sus dos hijas pequeñas para mantener una relación con la exuberante Renata, una mujer mucho más joven que él. El personaje de Renata en El legado de Humboldt recuerda mucho al de Ramona en Herzog: ambas son mujeres carnales, jóvenes y prácticas que representan para el protagonista el lado dionisiaco de su vida frente al mundo apolíneo de las ideas intelectuales en las que viven inmersos. “¿Para qué sirve tanta lectura si no puede utilizarse en caso de apuro?”, reflexiona Citrine en la página 117 del libro cuando está sufriendo los abusos de un pequeño matón de Chicago llamado Cantabile; momento en el que trata de recordar sus lecturas de antropología sobre el comportamiento de los simios y no consigue obtener ningún patrón válido de actuación ante el trato violento del otro. Y a pesar de todo, Citrine siente una oculta atracción hacia este tipo de personajes irreflexivos, seguramente por el contraste que percibe en sus pensamientos simplistas frente a su propia tormenta interior: “Me emocionan, tengo que reconocerlo, esas agitadas corrientes de delincuencia.” (pág. 132)
A diferencia de Herzog, El legado de Humboldt está narrado siempre en la primera persona de Citrine; una primera persona terriblemente atractiva. Las reflexiones sobre el mundo son continuas en el discurso interior de Citrine, quien además casi siempre piensa en términos literarios; las citas de obras y autores son frecuentes, hasta un punto que en más de una ocasión el excelente traductor de libro, Vicente Campos, tiene que añadir al texto notas a pie de página para explicarle al lector qué obra o qué autor está citando Citrine.
Citrine se siente mayor, las reflexiones sobre la etapa final de su vida y la muerte son constantes en el libro. Además, en todo momento planea sobre él la sobra de su amigo el poeta Von Humboldt Fleisher, muerto no mucho antes de que comience el tiempo narrativo del libro. Citrine quedó fascinado en su juventud con los poemas de Humboldt, hasta tal punto que partió desde la universidad de Wisconsin hasta Nueva York sólo para estar cerca de él y poder conocerle. En Nueva York, Humboldt, algo más mayor que Citrine, se convierte en mentor y amigo del entusiasta Citrine, hasta que el éxito de éste en Broadway y el hundimiento económico de Humboldt hace que éste último se distancia del primero. Citrine tendrá una oportunidad final de encontrarse con Humboldt cuando le descubre andando por las calles de Nueva York vestido como un viejo pordiosero, pero no se atreve a pararle y a hacerse visible y no mucho después morirá. Y aunque Humboldt parecía haber perdido la cabeza durante sus últimos años también parece haberla recuperado hacia el final de su vida y le ha dejado a Citrine un legado, que éste quiere acudir a recoger a Nueva York de manos de la ex mujer de Humboldt. En la página 482 Citrine trata de buscar el motivo de su fascinación por Humboldt, un poeta que empieza a ser olvidado en el momento de la narración: “¿Se trata acaso de que la cantidad de personas que se toman en serio el Arte y el Pensamiento en Estados Unidos es tan reducida que incluso aquellas que no llegaron a nada son inolvidables?” Desde luego Citrine no es una persona que no se tome en serio el Arte y el Pensamiento: ante sus incipientes problemas de dinero quiere escribir un ensayo sobre el aburrimiento; cuyos puntos principales se le exponen al lector entre las páginas 262-268, constituyen un miniensayo sobre el tema.
De todos modos, igual que en obras anterior, es destacable el hecho de que a pensar de que Bellow habla aquí de temas muy serios: la vejez, la muerte, la intrascendencia práctica del mundo de las ideas, siempre lo hace con un desesperado e inteligente sentido del humor. Ya dije en las entradas correspondientes a Herzog o Carpe Diem, que uno de los discípulos más aventajados de Bellow es, sin duda, Phillip Roth; ahora veo también que otro de los más insignes artistas judíos del siglo XX, Woody Allen, también ha tomado más de una idea de Saul Bellow para sus películas; las divertidas escenas de Citrine recorriendo Chicago junto al matón de Cantabile parecían escritas para que Allen las llevara a la pantalla. Me han gustado también las reflexiones de Bellow sobre la condición del judío, así como la del norteamericano: “Los norteamericanos son incapaces de guardar secretos. En la Segunda Guerra Mundial, a los británicos les desquiciaba nuestra incapacidad de mantener la boca cerrada. Por suerte, los alemanes no se creyeron que fuéramos tan bocazas. Se imaginaron que filtrábamos deliberadamente información falsa.” (pág. 226)
Como curiosidad, final el último tramo de la novela transcurre en Madrid. Citrine se traslada con Renata hasta el Hotel Ritz de la capital y da paseos por el Retiro. Después se mudará a una humilde pensión del centro. “Muchos españoles alardean de que Madrid es una de las capitales mundiales del robo de carteras”, se dice en la página 553, y a mí no me queda más remedio que creer a Citrine.
Me gustó mucho Herzog, pero creo que todavía me ha gustado más El legado de Humboldt, una de las novelas más inteligentes, melancólicas y a la vez divertidas que he leído nunca, con una creación de personajes y de situaciones vivísimas. Charlie Citrine es uno de los grandes personajes de la literatura norteamericana y Saul Bellow uno de sus más grandes escritores.
El legado de Humboldt me ha parecido una obra maestra absoluta.