La historia de la Sudáfrica actual es el legado de Nelson Mandela. En el pasado, el sistema de segregación racial, cuyo origen se remonta a la colonización europea del territorio, rigió con mano de hierro. Tras su mandato, nació un nuevo país, punta de lanza del continente africano en la sociedad internacional. ¿Su futuro? El reto de hacer frente a los fantasmas de su pasado: la pobreza y la desigualdad de su pueblo.
En los últimos años, Sudáfrica ha destacado como punta de lanza del continente africano, tanto a nivel económico —a pesar de los contratiempos— como político. Sudáfrica es la historia de la colonización, es el legado del apartheid y su implacable sistema segregacionista, es la victoria de Nelson Mandela y la reconciliación.
La riqueza y complejidad de Sudáfrica nos obliga a trascender la especificidad del apartheid. Su implantación, desarrollo y caída es fruto de la oposición de su pueblo, de las victorias y derrotas, de la presión de una sociedad internacional cambiante, de héroes anónimos y de líderes carismáticos. Junto a su ejemplaridad, remanentes de pobreza, desigualdad y racismo siguen coexistiendo junto a los avances de un país hoy democrático.
Las raíces del odio: el triunfo del supremacismo
Para entender las bases del supremacismo blanco y la deriva actual del país, es imprescindible adentrarse en sus raíces. Como ya hemos visto con anterioridad en el caso de la actual República Democrática del Congo, el mapa colonial africano resultante del reparto europeo supuso el germen de unas estructuras de poder que, en términos generales, se renovaron tras el proceso de descolonización. La historia de la Sudáfrica colonial se remonta a la llegada de los holandeses al cabo de Buena Esperanza a mediados del siglo XVII. La colonia holandesa en el territorio fue consolidándose y en ella llegó a constituirse un verdadero sentimiento identitario cuyo máximo exponente fue el afrikáans, un dialecto del holandés hablado por los afrikáneres, los descendientes de los colonos holandeses también conocidos como bóeres. A lo largo del siglo XVIII y principios del XIX, holandeses y británicos se disputaron el control del África austral hasta que el Congreso de Viena (1815) concedió al Imperio británico el control del territorio.
En las décadas siguientes, la población afrikáner se expandió hacia el norte y el este del territorio, confrontando directamente con la población tribal, principalmente con la etnia zulú. La expansión dio como resultado la construcción de varios asentamientos como Natal (1838), Orange (1854) y Transvaal (1856). Fue en el cambio de siglo cuando a la confrontación tribal la sucedió una guerra abierta contra la administración colonial. La derrota de los afrikáneres ante la metrópoli, así como la caída del II Reich en la Primera Guerra Mundial, supuso la consolidación del dominio británico en toda la región austral, incluso en la parte más occidental del territorio, donde hoy situamos Namibia.
Para ampliar: “La colonización de África (1815-2015)“, El Orden Mundial en el Siglo XXI
Tal y como vimos con la sucesión del poder en el Congo belga, el apartheid es fruto del pasado colonial de Sudáfrica y, en particular, del dominio ejercido por una pequeña élite minoritaria descendiente de los colonos europeos. Por extensión, una incipiente ideología supremacista, un sentimiento irracional de superioridad, terminó por impregnar a gran parte de la población blanca —mayoritariamente afrikáner— durante las décadas previas a la Segunda Guerra Mundial como consecuencia de la conflictividad económica y la rivalidad social entre los diferentes grupos étnicos. Es importante, no obstante, matizar las diferencias existentes entre la visión que mantenían los afrikáneres, representados por el Partido Nacionalista, y la forma de pensar de los descendientes de colonos británicos, identificados con el Partido Sudafricano. Si bien durante la década de los años treinta ambos grupos llegaron a converger en la acción política, movimiento que dio lugar al Partido Unido, parte de los afrikáneres mantuvieron activo el Partido Nacionalista y su distinción ideológica intacta, que en aquella época comenzaba a caracterizarse por una profunda simpatía a la deriva nacionalsocialista emprendida por Alemania. Años más tarde, el colectivo afrikáner vio en la Segunda Guerra Mundial una oportunidad para reafirmar su identidad nacional tanto sobre el Imperio británico como a lo largo y ancho de su propio territorio.
El camino hacia el supremacismo entró en su recta final en 1948, cuando, a pesar de no obtener la mayoría de los votos en unas elecciones generales exclusivas para la población blanca, el Partido Nacional se hizo con la mayoría en el órgano legislativo. Hendrik Frensch Verwoerd, ideólogo del nuevo orden, se convirtió en primer ministro en 1958. La consolidación definitiva del régimen llegó en 1961, año en el que el Partido Nacional obtuvo una victoria electoral definitiva sobre el Partido Unido y el país alcanzó la independencia del Imperio británico. Su victoria supondrá la consolidación de un sistema de segregación racional paradigmático en el que apenas un 19% de la población (blanca) predominará sobre el resto de grupos étnicos, incluido el mayoritario (la población negra, alrededor del 67% del total).
El resultado fue un régimen que negó todo tipo de derechos a la población no blanca y castigó con suma dureza cualquier atisbo de oposición. Como principales instrumentos de represión, contención y deshumanización de la población no blanca, sus organizaciones eran prohibidas, se producían detenciones arbitrarias y acusaciones de terrorismo y se implementaba una política de segregación que afectaba a todas las esferas de la vida.
La instauración del apartheid fue progresiva y maquillada. El discurso oficial no propugnaba abiertamente la segregación entre los diferentes grupos étnicos como base de un sistema de dominación supremacista —aunque se produjeron explosiones de racismo y violencia desde los sectores populares—, sino que recurría a eufemismos que aludían al desarrollo de las diferentes naciones tribales integrantes del país, cada una a su ritmo y en su espacio, considerando de antemano el que debiera ser su lugar, condición y forma de vida. Si Sudáfrica como Estado nación era para los blancos, los bantustanes —alrededor del 7% del territorio— serían para el resto de la población (cerca del 70%). Los bantustanes fueron concebidos como pequeñas “patrias negras” que mantendrían, sobre el papel, un principio de independencia y un espacio con trabajo, educación y sanidad garantizada para la población no blanca. Nada más lejos de la realidad, pues la inversión en estos territorios fue mínima y las condiciones de vida digna no estaban garantizadas. Este falso modelo de desarrollo, excluyente y opresor, fue la fachada del segregacionismo.
La lucha contra la segregación racial
Si bien la población negra no fue la única que se opuso al régimen —entre la propia población blanca se escucharon voces abiertamente críticas con la ideología dominante—, ha sido el Congreso Nacional Africano (CNA) el que ha pasado a la Historia como la referencia de la lucha contra el sistema. Su objetivo era, en última instancia, la implantación de un Estado plural y tolerante. Durante los años cincuenta y sesenta, fue consolidándose organizativamente y ampliando sus filas, evolucionando desde una acción pacífica que caracterizó su primera etapa de oposición, y que se mostró ineficaz, hasta posiciones cada vez más beligerantes. La razón de este cambio de postura fue la represión sin miramientos que recibía cada protesta no violenta. La matanza de Sharpville (1960), que tuvo lugar como resultado de una convocatoria de huelga, se convirtió en el máximo exponente de dicha represión. Tras ella, el CNA fue ilegalizado y, junto a otras organizaciones, como el Congreso Panafricano (CPA), escisión del anterior, el movimiento antisegregacionista emprendió el camino hacia la radicalización.
El recrudecimiento de la represión del régimen, unido a la proliferación de acciones violentas por parte del recién creado brazo armado del CNA y otros grupos, inició la década de los años sesenta con un aumento de las detenciones de opositores, entre los que encontramos al propio Nelson Mandela, en 1962. No obstante, dicha década significó mucho más que el recrudecimiento del conflicto, ahora armado. El proceso de descolonización de África llegaba a su cénit y, como consecuencia de ello, los movimientos de liberación nacional triunfaban en los países vecinos frente a la antigua metrópoli y las élites coloniales, formadas en su mayoría por grupúsculos blancos excluyentes.
Un asunto local como lo era el sistema político de Sudáfrica pronto entró en contradicción con los regímenes advenidos en los países vecinos, y la cuestión sudafricana tuvo importantes implicaciones regionales. Sudáfrica representaba todo aquello contra lo que los nuevos países, como Angola o Mozambique, habían luchado: un sistema de explotación que defendía los intereses de las viejas élites coloniales, oprimía a la mayor parte de su población y tentaba con desestabilizar los logros de sus recién adquiridas independencias —véase la invasión de Angola—. Fue precisamente en estos nuevos países donde la oposición armada al régimen encontró refugio y sustento para continuar la lucha contra el segregacionismo.
A nivel económico, la potente industria sudafricana entró en crisis al no tener suficiente mercado exterior como para mantenerse mediante las exportaciones. La oposición de la sociedad internacional crecía cada día y el mercado interno no era una opción en tanto en cuanto cualquier variación en las relaciones económicas supondría un desequilibrio de las posiciones políticas y sociales de la población. En lo que a la mano de obra se refiere, la escasa formación de la población no blanca era uno de los grandes impedimentos para la consolidación de un sistema productivo realmente competitivo. Además, la escasez de trabajo en los bantustanes alimentaba las malas condiciones de vida de esa parte mayoritaria de la población, que tenía que buscar sustento fuera de sus “patrias”.
Conforme el régimen envejecía, la oposición iba madurando. Sin que cesara la acción de los grupos armados, tomaron forma nuevos tipos de protesta civil, como el movimiento estudiantil universitario, impregnado de principios religiosos cristianos que propugnaron la liberación del pueblo negro. La represión del sistema continuó en aumento y una nueva matanza recordó los fantasmas de Sharpville. Soweto, la ciudad negra más grande del país, fue escenario de una masacre (1976) en la que las principales víctimas fueron estudiantes en huelga. Se sucedieron nuevas y masivas detenciones, pero la mecha ya había sido prendida. Si bien el supremacismo blanco en Sudáfrica pudo sortear en sus inicios cualquier impedimento en una sociedad internacional recién nacida, el nuevo orden que se abría tras las descolonizaciones puso en entredicho un régimen anacrónico que tan solo se mantenía, contra el interés general de la mayoría de su población, mediante el uso de la fuerza.
De la intolerancia a la democracia: Nelson Mandela y la Sudáfrica del siglo XXI
Fue a finales de los años setenta, tras la matanza de Soweto, cuando el apartheid entró en caída libre. El conflicto se había prolongado, entre condenas de Naciones Unidas y críticas del resto de la sociedad internacional, a niveles insospechados. Sudáfrica tenía que avanzar y dejar atrás los fantasmas del pasado si no quería que la espiral de aislamiento en la que se encontraba llegara a un punto de no retorno y el estallido fuera inevitable. A principios de 1990, Frederik de Klerk, presidente de Sudáfrica en aquella época, inició un proceso de reforma del sistema político que significaría a la postre el fin de la segregación. En apenas unos meses fueron legalizadas las principales organizaciones de la oposición, de las cuales algunas, como el CNA, abandonaron la lucha armada, así como numerosos presos políticos recibieron el indulto. Entre ellos se encontraba Mandela. Como contrapartida, las violaciones de los derechos humanos que fueron cometidas bajo el sistema apartheid no serían juzgadas, siempre y cuando se hubieran realizado al amparo de la legalidad entonces vigente.
Para ampliar: “El aislamiento internacional de Sudáfrica y sus efectos sobre la independencia de Namibia”, Cuadrivio
En la primera mitad de la década de los noventa, el país se preparó para la transición hacia la democracia, pero durante aquellos años la violencia se recrudeció como resultado de la oposición de los sectores más conservadores. No obstante, el proceso de paz sobrevivió y continuó adelante hasta la constitución, a finales de 1993, del Consejo Ejecutivo de Transición, que logró aglutinar a las principales fuerzas políticas del país en vísperas de las elecciones de abril de 1994. Fue entonces cuando Mandela, que había salido de prisión con los indultos de 1990, se hizo con la victoria. Al año siguiente fue lanzada una Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica, que tuvo como objetivo esclarecer los alcances de las violaciones de los derechos humanos cometidas y construir la historia del país.
Para ampliar: “África y sus comisiones de la verdad y reconciliación”, Acnur
La Sudáfrica democrática se incorporó a una sociedad internacional naciente tras la caída de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. El cambio ideológico que supuso la llegada de la democracia situó al país en una nueva posición en el mundo. Frente a los retos que suponía su incorporación a un panorama aún incierto, Sudáfrica no podía olvidar el apoyo recibido en la lucha contra el apartheid por parte no solo de sus vecinos, sino del conjunto de la sociedad internacional. El legado del supremacismo, una vez superado, configuró una política exterior basada en los principios de solidaridad, paz y desarrollo que buscó hacer frente a los remanentes de la injusticia humana. Por otro lado, el desarrollo del país en la primera década del siglo XXI no ha tenido parangón en el contexto africano. Su consolidación como potencia regional ha implicado una serie de responsabilidades ineludibles, en primer lugar en lo que a la resolución de los conflictos vecinos se refiere. A nivel global, su posicionamiento como primera potencia continental le ha valido la incorporación al G20, su consideración como potencia emergente en el marco BRICS y su participación activa en numerosos foros internacionales.
El apartheid es parte de la historia de Sudáfrica y su legado ha ayudado a reforzar positivamente la identidad nacional y los principios sobre los que se asienta el país en la actualidad. Aun convertida en paradigma de la tolerancia y el multiculturalismo, siguen perviviendo profundas diferencias socioeconómicas en una población que, si bien ha alcanzado la igualdad a nivel político, todavía no lo ha conseguido a nivel material, por no entrar a valorar el problema del VIH/SIDA. Como resultado, el país se enfrenta hoy a nuevos retos que debe conjugar con decisión con los resquicios de su amargo pasado para mantener viva la llama del ejemplo de un pueblo que se levantó unido frente a la intolerancia y el racismo.
Para ampliar: “¿Dos décadas sin apartheid?”, El Mundo