«Lo primero que hacemos cuando venimos al mundo es llorar».
Me pregunto qué lleva a alguien a escribir un libro sobre lágrimas.
Venimos al mundo llorando, pero esa primera vez, como se nos recuerda en este libro, lloramos sin lágrimas, y ese llanto seco nos acompañará durante las primeras semanas de vida.
También podría preguntarme qué mueve a alguien a leer un libro sobre lágrimas.
Cuando era niña y ya lloraba con lágrimas, mis lágrimas eran motivo de riña por parte de mis padres. Yo era la niña picajosa ante cualquier provocación de sus hermanos mayores.
En su libro Heather Christle también arroja preguntas que más que inquirir afirman.
«¿Recordáis la desesperación que se siente al ver llorar a vuestro padre o vuestra madre?»
A medida que fui creciendo fui también aprendiendo a guardar mis lágrimas para mí, practicando así una especie de autolacrifagia. Lacrifagia: beber lágrimas. Como me cuenta Heather Christle que hace cierta especie de polilla con las lágrimas de los elefantes.
Solo he visto llorar una vez a mi padre. Su llanto duró apenas unos segundos, el poco tiempo que mi hermana y yo tardamos en suplicarle: papá, no llores. Supongo que él también guardó sus lágrimas para sí. El viejo mantra de los hombres no lloran guardado también bien hondo.
Heather Christle cree «que las lágrimas más potentes son las que provoca un acontecimiento insignificante en medio de una gran tragedia». Son lágrimas que actúan como un detonador, como un interruptor que abre las compuertas del embalse que prometía mantenernos en pie en medio de esa tragedia.
A mí es decirme no llores y reanudar el llanto como si no hubiese un mañana, como si el mundo y yo fuésemos a perecer ahogados por mis lágrimas.
También cuenta Christle que ha leído que podrían ser los niveles de prolactina más elevados en las mujeres que en los hombres los responsables de que estas lloren más. Advierte de la falta de conciencia de género en los estudios sobre el tema. Averigua que la diferencia de niveles de esta hormona aparece después de la infancia. Y se pregunta «¿Qué ocurriría si» se «invirtiese el modelo y se preguntara por qué los hombres sufren un déficit de prolactina con la correspondiente incapacidad para llorar?»
Yo también creo en esas lágrimas que sobrevienen ante una nimiedad cuando nos asola una tragedia. Pero creo sobre todo que los acontecimientos insignificantes obran también milagros en la evacuación de las lágrimas que no se han derramado en su momento, lo que yo llamo llorar a destiempo. Creo, por tanto, en esos momentos sublimes de comunión entre lágrimas y mocos.
«La mayor parte del llanto es nocturno. La gente llora de cansancio. Pero qué horrible es oír decir a alguien: «¡Sólo está cansada!». Cansada, sí; pero ¿«sólo»? No hay nada de «sólo» en eso».
El libro de las lágrimas me recuerda que a nuestros ojos acuden tres tipos de lágrimas: las basales, que nos acompañan siempre y actúan como lubricante; las irritantes, que actúan a modo defensivo ante la presencia o amenaza de un cuerpo extraño en el ojo; y las psicogénicas, que expresan nuestras emociones.
Heather Christle escribe este libro de lágrimas con sus propias lágrimas, con sus experiencias y con toda la 'lloriteca' (palabra inventada por su marido) que ha ido acumulando a lo largo de los cinco años que le ha llevado su concepción: lecturas, programas de radio, podcasts, comentarios de redes sociales y webs,...
Hace mucho que no lloro a destiempo. Mis momentos sublimes de mocos y lágrimas han sido destronados por un llanto sordo, discreto, sin desconsuelo, muy fácil de disimular calificando la lágrima traidora de irritante si alguien me pilla en el renuncio.
Heather Christle llora mucho. Creo que de ahí viene su curiosidad por las lágrimas y, por tanto, el germen que la llevó a emprender la redacción de este libro.
Escribo mi reseña de lágrimas con mis propias lágrimas, con este libro de lágrimas y con otros libros en los que no he buscado lágrimas pero que he recordado durante esta lectura de lágrimas.
«Una noche, un muchacho llora en su habitación, sentado en la cama. Ha encontrado su sombra e intenta desesperadamente volverla a pegar a su cuerpo, sin lograrlo. Cuando la chica dormida abre los ojos, tras una serie de preguntas comprende que él es huérfano, lo que despierta su compasión.WENDY: ¡Peter!(Salta de la cama para abrazarlo. Él se aparta sin saber por qué, pero sabe que tiene que apartarse).PETER: No debes tocarme.WENDY: ¿Por qué?PETER: Nadie debe tocarme, jamás.WENDY: ¿Por qué?PETER: No lo sé.(En la obra nunca le toca nadie).WENDY: No me extraña que llores.PETER: No estaba llorando. Pero no consigo volverme a pegar la sombra».
James Matthew Barrie, Peter Pan: A Fantasy in Five Acts (Nueva York: Samuel French, 1956), 21.
En la fotografía: Maude Adams interpretando a Peter Pan y Mildred Morris interpretando a Wendy en 1906.
Autor: Halls of New York. Imagen en dominio público.
Heather Christle se declara desesperada. Desesperada es un eufemismo, un trampantojo, una palabra falsa pero también cómoda y útil para evitar nombrar otras más incómodas e inútiles.
Recuerdo un cuento de Almudena Sánchez sobre inutilidades titulado Introducción al relámpago. Recuerdo al fotógrafo que fotografiaba inútilmente las inútiles lágrimas de la protagonista que tan inútil se sentía. Si comprendiéramos mejor la función de la tristeza.
El libro de las lágrimas es un libro en tono autobiográfico con algún viso de ensayo, aunque demasiado fragmentario y personal para ser considerado como tal. De hecho, lo considero más un anecdotario y un 'curiositorio' (palabra inventada por mí).
Entro a quirófano por última vez. Hace ahora ocho años. Están todos tan atareados preparándose para la intervención que pienso que nadie repara en mí y en mi lágrima silenciosa y traidora. Sin embargo, un sanitario me pregunta: ¿por qué lloras? ¿estás nerviosa? Respondo que no. El sanitario insiste solícito: ¿y, entonces, por qué lloras? Estoy cansada, sentencio.
El libro de las lágrimas no es un libro lacrimógeno. Está escrito de manera aséptica, con mucha limpieza en la prosa. Tiene efecto acumulativo —como las lágrimas que no se lloran a tiempo—. No hace llorar, pero sí muchas veces enmudecer, como yo pensé que había hecho con mi sanitario.
Pienso que treinta y seis años son muy pocos para sentirse cansada. Pienso que este es un pensamiento triste. Pero la tristeza de mi pensamiento no me hace llorar. Tampoco lo hizo entonces.
«Se dice que quizá lloramos cuando fracasa el lenguaje, cuando las palabras ya no pueden transmitir adecuadamente nuestro dolor. Cuando mi llanto no está suficientemente exento de palabras, me golpeo la cabeza con los puños».
Cuando fracasa el lenguaje, también se puede optar por el silencio. Será por ello por lo que este libro de lágrimas me hace enmudecer.
En una clase de escritura creativa Heather Christle comenta con sus alumnos People Like That Are the Only People Here, de Lorrie Moore, que narra la historia de una mujer cuyo bebé tiene cáncer. Cada alumno lee en voz alta el párrafo que más le ha conmovido. «¿Qué puedo enseñarles?», se pregunta Heather Christle ante lo que transmiten las frases leídas por los alumnos. «Les digo a los estudiantes: «Fijaos en cuánta tristeza podéis crear mostrando una tristeza contenida»».
Cuando termina la operación los médicos comentan a mis padres que he entrado en quirófano muy nerviosa. Se ve que la inoportunidad de mis lágrimas dieron a entender que no podía estar «solo» cansada. Cuando me entero, me domina la impotencia ante la incomprensión de mis padres y la indignación ante quien tan mal ha traducido mis lágrimas, dos sentimientos que bien podrían haberme hecho llorar, pero no lo hice.
Me fijo en la tristeza que crea Heather Christle en su libro de lágrimas mostrando una tristeza contenida.
Me rebelo ante la mentira del nerviosismo, pero no revelo el verdadero motivo de mis lágrimas. Crecer no es solo guardar las lágrimas para uno. Crecer es evitar el dolor que muestran nuestras lágrimas a nuestros padres y evitarles así su propio dolor por nosotros.
Heather Christle es poeta. El libro de las lágrimas es su primer libro en prosa y el primero traducido al español.
Almudena Sánchez, la del cuento de las lágrimas inútiles, cuenta en su libro Fármaco cómo de niña se dibujó junto a sus padres y hermano con un ojo gigantesco y una lágrima descomunal y cómo, ante la advertencia de desproporción por parte de su profesora, sus padres le compraron un cuaderno de ejercicios para que calculara bien.
«Estoy viendo diferentes imágenes de la pietà —María llorando al cuerpo de Cristo yaciente— cuando encuentro la «Lamentación de la Virgen» del Libro de Horas de Rohan, un manuscrito iluminado tardomedieval. Cristo yace en el suelo con sus heridas ensangrentadas y los párpados grises cerrados sobre los ojos, María se arroja desesperadamente sobre él pero el apóstol Juan, mirando al cielo, la sujeta rodeándole el torso con los brazos. Ella no puede llegar a Cristo, no lo puede consolar. Me gustaría darle a Juan un puñetazo en toda la cara».
En la fotografía: la Lamentación de la Virgen del Libro de Horas de Rohan. Imagen en dominio público.
Ser poeta, aunque suene a ser una profesión muy etérea, no deja de ser un trabajo como cualquier otro, y, como todo trabajo, no está exento de cierta incomprensión por parte de aquellos ajenos a la profesión.
«Escribir un poema no es muy distinto de cavar un hoyo. Es trabajo. Se intenta aprender lo que se puede de otros hoyos y de las personas que los cavaron antes que nosotros. La dificultad viene de aquellos que no cavan ni se pasan el tiempo dentro de hoyos, y que creen que estos hoyos no deberían ser tan húmedos, ni oscuros, ni llenos de gusanos. «¿Por qué no está tu hoyo lleno de luz?». Es que es un hoyo, señor».
En la facultad, en una clase de poetas sobre el exilio, Heather Christle estudia a cuatro poetas: Sylvia Plath, Marina Tsvietáieva, Anna Ajmátova y María Elena Cruz Varela. De las cuatro, solo Cruz Varela sigue con vida. De las tres difuntas, dos (Tsvietáieva y Plath) se suicidaron.
Sufro de cierto grado de parálisis facial en el lado izquierdo de mi cara que me impide parpadear con normalidad. Las lágrimas artificiales que escancio con afinada puntería sobre mi globo ocular izquierdo ante la incredulidad de todo aquel que me ve palian la escasez de mis lágrimas basales.
Heather Christle escribe en su libro de lágrimas:
«No llovía esta mañana cuando alguien ha metido un surtido de vídeos de gimnasia en una caja de cartón, ha escrito GRATIS a un lado y los ha sacado a su jardín. Pero ahora anochece, ha llovido y, si alguien intenta coger la caja, esta cederá blandamente y las cintas de vídeo se desparramarán por el suelo. Esa soy yo —no el alguien, sino la caja—».
Yo no estoy desesperada ni soy una caja empapada.
A Heather Christle le cuentan que «un modo de conservar las lágrimas es dejarlas caer en una cartulina negra y que los cristales de sal formen manchas blancas en la página. Estrellas en la noche».
Hace seis años leí un libro de biografías y poesía titulado Poetisas suicidas y otras muertes extrañas. Recuerdo lo que me impactó enterarme tras su lectura de que su autora, la poeta y editora Luzmaría Jiménez Faro, también estaba muerta. Recuerdo la oportuna casualidad de encontrarme con un poema suyo en el que se dirige al ángel de la muerte y que comienza con el siguiente verso: «Usted y yo tenemos una cita».
Al leer sobre el sistema lacrimal, Heather Christle se ríe de la sequedad con la que los médicos describen las lágrimas.
Pensé inconscientemente en Almudena Sánchez antes de saber que Heather Christle era una caja de cartón vencida por las lágrimas. Tardé bastante más en hermanar el Fármaco de la primera con El libro de las lágrimas de la segunda.
La poesía no solo consiste en cavar hoyos, sino que también obra el milagro de colmarlos de lágrimas, de hacer correr ríos de lágrimas y anegar con ellos el mar. Pero esto solo ocurre en la poesía y en los sueños y no en la rigurosa realidad. «En la universidad, los estudiantes han calculado que es imposible que todos los seres humanos de la Tierra lloren lo bastante para llenar en un día el más breve de los ríos del mundo. Sin embargo, si cada uno se comprometiera a derramar cincuenta y cinco lágrimas, podríamos llenar una piscina olímpica».
Pienso en la inversión hedonista que inconscientemente me ha llevado a leer este libro de lágrimas y en el cartón empapado que lo escribe, y siento que mis motivaciones lectoras son frente a las motivaciones creadoras de Heather Christle como las pseudolágrimas que protegen y alivian el desierto que es mi ojo izquierdo.
Heather Christler afirma que si de las imágenes de rostros de personas llorando se eliminaran con Photoshop las lágrimas, sería difícil identificar si esas personas ríen o lloran. Incluso incluye en su libro una fotografía para demostrarlo. Observo la mueca de esa foto y pienso que también se puede llorar de risa. Y en las veces en que la risa desemboca en llanto. Y en cómo somos capaces a veces de romper a reír cuando estamos rotos por el llanto.
De las cuatro poetas que Heather Christle estudia en la clase de poetas sobre el exilio he leído a dos. ¿Adivináis? ¡Bingo! Las dos suicidas.
«Muy a menudo la metáfora llega al mundo físico de forma violenta. Cuando el rey Pedro I de Portugal subió al trono, arrestó a los hombres que —años antes— habían asesinado a su querida Inés de Castro. Con la intención de que sufrieran literalmente el dolor que él había sufrido durante el duelo, Pedro ordenó que les arrancaran el corazón del pecho, a uno por delante y a otro por detrás. Aquí hay una línea. Una pauta. Un intento de intensificar el horror conteniéndolo en una simetría.
***
Hay una fuente en el lugar donde supuestamente asesinaron a Inés y se dice que las manchas rojas de la base son en realidad su propia sangre. La llaman la Fonte das Lágrimas».
En la imagen: Fonte das Lágrimas en la Quinta das Lágrimas, Coimbra, Portugal.
Autor: Carlos Luis M C da Cruz. Imagen en dominio público.
Con Heather Christle aprendo lo que son las lágrimas blancas.
Las lágrimas psicogénicas son un oasis en la aridez de mi ojo izquierdo. Se alían con las artificiales resultando que, cuando lloro, lloro más profusamente del ojo izquierdo que del derecho. Como contrapartida, cuando el llanto me abandona y me deja sola, la sensación de sequedad es mayor. Inutilidad del llanto que nadie fotografía.
««Lágrimas blancas» son las que vierte una persona blanca que de pronto es consciente del racismo sistémico o de su propia implicación en el supremacismo blanco. Pueden ser una forma de defensa frente a una agresión imaginada, una forma de cerrar una conversación que la persona blanca encuentra ofensiva. «¿Me estás llamando racista?». Y empieza el llanto. Brittney Cooper explica el singular poder de las lágrimas en la intersección de la raza blanca y la feminidad:Puede que las lágrimas de las mujeres blancas no parezcan gran cosa, pero son muy peligrosas. Cuando las mujeres blancas indican con sus lágrimas que se sienten inseguras, incomprendidas o atacadas, el mundo entero se lanza a su defensa. La naturaleza mítica de la vulnerabilidad femenina despierta un impulso de protección en todos los hombres, independientemente de la raza».
Si pienso en Sylvia Plath solo puedo pensar en lágrimas negras. Negra confusión. Negros frutos podridos caídos del árbol. Negro humo de horno.
La negritud causa lágrimas blancas, las cuales causan injusticias negras. Suelen ser hombres negros quienes causan las lágrimas de las mujeres blancas. Hombres con niveles bajos de prolactina. Negros cuyas lágrimas no son contempladas por los hombres blancos que estudian lágrimas. Sobre eso también escribe Heather Christle. Sobre niveles de negritud escribió Nana Kwame Adjei-Brenyah en su extraordinario y brutal relato Los cinco de Finkelstein.
Otra de las curiosidades sobre las que da cuenta Heather Christle en su libro de lágrimas es que, a veces, los ojos de los pacientes con muerte cerebral segregan lágrimas cuando a sus cuerpos les son extirpados los órganos. Pienso en los bebés que llegan a la vida llorando sin lágrimas y en los cuerpos que la abandonan sin saber que se van llorando. Lloramos al nacer. Lloramos al morir. Lloramos al dar vida.
«Una caída es elemental, primaria, básica. Es, en palabras de Anne Carson: «Nuestro movimiento más primigenio. Como dice Homero, el ser humano nace cayendo entre las piernas de su madre. Al suelo. Y volvemos a caer al final: lo que empieza en el suelo acabará penetrando eternamente en él»Por tanto, los acontecimientos de una vida podrán reducirse a una rauda simetría: caer, llorar, caer. Si nos da por simplificar».
Heather Christle, poeta, como ya sabemos, recurre a la luna en varias ocasiones en su libro de lágrimas. Habla de nuestro satélite y de su capacidad metafórica. Yo, como cada vez que la luna trae, guarda y lleva historias, pienso en Carmen Martín Gaite. Christle piensa que «alguien que «pide la luna» desea demasiado» y aclara que «en inglés, la expresión equivalente es «llorar por la luna». No pidas la luna, porque sólo llorarás por su ausencia», sentencia.
Caer, llorar por la luna, acudir a la cita y caer. Si me da por simplificar.«El sistema lagrimal se desarrolló por primera vez cuando los peces se convirtieron en anfibios terrestres. Dejamos el agua y empezamos a llorar por el hogar que habíamos abandonado».
«Fue mirar la Tierra lo que hizo llorar a Alan Shepard en la Luna. Hogar. De dónde venimos».
En la fotografía: el astronauta Alan Shepard. Fuente: The U.S. National Archives. Imagen sin restricciones de copyright conocidas.
Ficha del libro:Título: El libro de las lágrimasAutora: Heather ChristleTraductora: Magdalena PalmerEditorial: TránsitoAño de publicación: 2020Nº de páginas: 208ISBN: 978-84-121980-7-2Lee un fragmento aquí
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