Javier Sánchez Menéndez.El libro de los indolentes.I.- El encuentro en Camarinal. Imagine Cloud Editions. La Florida, 2013.
Así como por los ríos de Granada sólo reman los suspiros, por la Punta Camarinal sólo pasan el viento que viene de África y los indolentes, irrepetibles gentes sin grey, huéspedes del viento, ajenos a un aire de escuela y a grupos poéticos de presión.
Y algún que otro siniestro que no sabe que lo es, uno de esos hombres huecos que vio también Eliot, el hueco de la sombra de una sombra sin estirpe, autores de versos de sombra y humo, porque -escribe Sánchez Menéndez- un libro de poesía con más de cincuenta páginas está lleno de humo.
Los mira y habla con ellos en El libro de los indolentes el farero distante que en sesenta fragmentos atómicos e intensos de prosa sincopada y fragmentaria reflexiona sobre la vida y la poesía, sobre la vida en la poesía, sobre la poesía en la vida, sobre la vida, sobre la poesía.
Entre la alucinación y la lucidez, estos sesenta apuntes habitan los días y las noches de un mundo sin mundo cuyo aleph en clave es ese enclave atlántico, ese rincón secreto del tiempo.
Si a lo que debe aspirar un escritor es a articular una voz inconfundible, aunque en ella resuenen inevitable y felizmente los ecos de otras voces inconfundibles –Platón y Parra, Novalis y Dante, Juan Ramón y Rilke, Rosales y Claudio Rodríguez- con las que construye un mundo propio, un bosque de frontera donde no hay sitio para el rebaño ni la majada de cabras, Javier Sánchez Menéndez ha ido delimitando ese territorio personal, ese bosque peculiar en el fondo y en el estilo.
Y lo ha hecho no sólo con este último libro, sino en una trayectoria lenta y prolongada, mientras plantaba árbol tras árbol, con su poesía –por cierto, está a punto de reeditarse El violín mojado- y con ese proyecto de obra en marcha que es Fábula, de la que han aparecido tres entregas, la última, Libre de la tormenta.
Contaba Diego Jesús Jiménez que él era poeta porque le había pasado lo mismo que a un albañil de su pueblo, que se puso a construir un muro para un corral y se quedó dentro porque no pudo salir.
Me acordaba de eso mientras releía los sesenta capítulos de este Libro de los indolentes y recordaba el mundo que se construye en Fábula. Un mundo del que es difícil salir. Si se quisiera, que no es el caso.
Aunque no forma parte de ese ciclo, el Libro de los indolentes es un texto transversal escrito en el mismo tono que los volúmenes de Fábula, una nueva aproximación a ese mundo sin mundo y un recorrido por lo que está en el límite del bosque o de la costa, donde llega la ola sin dueño de una poesía que salpica de esencia la conciencia.
Como cualquiera, los indolentes y los siniestros son inabarcables e indefinibles, no caben en la simpleza de un adjetivo, ni en la elucubración de un nombre propio. Ni siquiera en el inventario del apéndice que remata el libro, en donde el cifrado de las claves numéricas plantea un desafío al que el lector sensato no debe responder.
No debe el lector entrar en ese juego sin premio. Y aunque está en su derecho de malgastarlo, pierde el tiempo quien busque las claves de este libro en clave: acabará desorientado en la anécdota y en la inseguridad de la apuesta. Y le sorprenderá con su confusión la noche en un carril de los pinares que suben desde el faro de Camarinal hasta la cercana playa de Bolonia.
Y es que a la literatura, contra lo que se cree a veces, no hay que pedirle explicaciones.
A la crítica, claro es, tampoco, aunque Sánchez Menéndez escribe: Alguien que no es poeta, ¿cómo puede escribir de un poeta? Una afirmación poco discutible si se piensa en críticos tan ejemplares como Eliot, Cernuda o Auden.
Santos Domínguez