Era el apodo burlesco que recibió por concurrir cada noche a los velatorios de la ciudad. Los deudos se percataban de que el loco nada tenía que ver con su difunto, pero le permitían darse una vuelta por la sala y acercarse al féretro, mientras se preguntaban qué motivos lo impulsarían a visitar lugares en los que solo había tristeza y ausencias.
Lejos estaban de comprender que en esos momentos, el loco aguzaba su delicado sentido del olfato y separaba aromas de flores, de café y alcohol, suprimía el olor a tabaco y a perfumes baratos, aislaba las frecuentes emanaciones de formol y medicamentos y permitía que penetre desde su nariz hasta su cerebro, la pura e inimitable esencia de la muerte.
© Sergio Cossa 2012
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