Vuelvo a ver este clásico de Vincente Minnelli al hilo de la reciente lectura de "El paraíso en la otra esquina", de Mario Vargas Llosa y resulta ser aún mejor de como lo recordaba. Van Gogh aparece en un principio como un hombre místico y desprendido, que quiere dedicar su vida al servicio de los demás, pero no sabe como hacerlo. La sombra de su familia es demasiado alargada y sus desórdenes mentales se agudizan ante la presión de sentirse útil, de formar una familia, de agradar a los progenitores.
El encuentro entre Van Gogh (un perfecto y pasional Kirk Douglas) y Gauguin (un Anthony Quinn que se llevó un merecido Oscar por su interpretación) es el punto culminante de la película se narra también en la novela de Vargas Llosa. Del encuentro entre dos personalidades tan antagónicas sólo podía estallar la tormenta, como así sucedió. Ahora he leído que ha salido una biografía que asegura que Van Gogh ni se cortó la oreja ni se suicidó, sino que murió por un disparo accidental. Si es así, el mito perdería parte de su encanto, pero su arte permanecería igual de perturbador.
El observador que está ante un cuadro de Van Gogh no puede sino sentir parte de la angustia y fiereza que el artista dejaba en el trazo de sus pinturas, esos colores fuertes y arrebatadores, que están presentes en la fotografía de la película de Minnelli, que parece un cuadro impresionista. Van Gogh no fue un intelectual ni nada por el estilo. Fue un hombre incapaz de integrarse en la sociedad en la le tocó vivir y que tuvo la desgracia de no ser reconocido como un artista grandioso hasta después de su muerte. Esta película es capaz, gracias a la interpretación maravillosa de Douglas, de acercar al gran público la personalidad de este pintor irrepetible.