Pero no siempre es así, claro; como por desgracia le ocurre al protagonista de El luchador, Randy ‘The Ram’ Robinson, un decadente profesional del wrestling (ese espectáculo norteamericano de “falsa lucha”) ya algo entrado en años que, en el ocaso de su carrera, recorre los cuadriláteros del estado participando en combates de segunda categoría. Cuando los muchos golpes recibidos durante quizá demasiado tiempo ejerciendo el oficio empiezan a pasarle seria factura, intenta darle un cambio de rumbo a su vida; pero comprobará que no es tan fácil compensar por lo que hasta entonces no ha hecho, o ha hecho mal.
Aunque el tema de fondo, el wrestling, sea un deporte (si se le puede llamar así) tan macarra como los ambientes a que nos tiene acostumbrados el boxeador neoyorquino, esta película resulta de un profundo contenido humano. Pese a lo marginal -e incluso sórdido- que pueda parecernos su profesión, y a los éxitos en ella cosechados, Randy es un hombre de buena madera; no al estilo idealizado y casi heroico de un Rocky Balboa, sino de un modo sencillo, con un humor afable, desprovisto de estridencias, moderadamente bondadoso y sin asomo de la arrogancia o bravuconería en lo personal que a esa gente le presuponemos (salvo -bien entendido- la faceta interpretativa obligatoria para un wrestler cuando combate). En este sentido, los autores de la obra tienen el acierto de mostrarnos las dos caras del personaje sin necesidad de artificio escenográfico: en el ring, exagera gestos, movimientos y ademanes como todo público espera de él, pero fuera, en la calle, se conduce con sorprendente normalidad (valga la contradicción) y vemos al hombre de carne y hueso, con sus achaques y mataduras que conlleva sin dramatizar y sin avergonzarse.
En resumen, una poderosa producción de la mano de Darren Aronofsky para disfrutar del buen cine que, de vez en cuando y quizá por accidente, nos proporciona la industria californiana.