Todo envanecido y optimista, Gabriel y sus "presuntos" amigos, aves carroñeras que le seguirán como beatos feligreses mientras tenga parné en los bolsillos, se dirigen un día más al epicentro de la ruina de sus vidas. El casino ya está abierto: luces de neón que titilan, camareras neumáticas, mujeres despampanantes que sólo se ven en las revistas de alto voltaje emocional, mesas de juego, olor a tabaco, máquinas que exhalan colores mientras quedas hipnotizado por la música electrónica del tintineo de un puñado de monedas, bullicio y confusión, sonidos electrónicos que conforman un lenguaje abstruso que conminan a dilapidar, derrochar sin límites.
Dice Gabriel que esta vez es la última; se acabó, hoy es el último día en que su vida descarrila por la cuneta del vicio y la obsesión pecuniaria. Está atrapado, como las águilas, halcones, buitres y cóndores tras las rejas de una cárcel de hierro en un parque zoológico.
Ayer ganó 100 euros pero la semana anterior perdió esa misma cifra multiplicada por 10. Lo aduce a la mala suerte, por eso insiste pertinaz, por eso sus dados no cesan de botar sobre la mesa de juego. Corren, saltan, chocan entre sí, mostrando doses, cuatros y treses que se retuercen, mientras el sino decide si parirá cincos, sietes, unos o nueves... La ruleta es caprichosa y se burla la pelota saltarina, aterrizando sus alas livianas en el número 12, cuando lo apostó todo al 23. Opta por el rojo, sale negro. Las cartas reportan breves alegrías y su pequeña fortuna, por momentos de puro espejismo, parece emular a la de un emir. Pero Gabriel quiere un palacio en las nubes y otro en las estrellas. La suerte cambia y su montaña de monedas colapsa estrepitosa para arrojarse a los brazos fornidos de La Banca. Hoy ha perdido todo lo que llevaba encima. Sus bolsillos están vacíos y la caterva de aves carroñeras que revoloteaba en derredor le ha dejado solo; han partido sin demora en pos de otro ignaro, otro iluso a quien desplumar y de paso, vivir la buena vida a costa de sus miserias.