Editorial Debolsillo (Mondadori). 159 páginas. Edición de 2008, primera edición 1984 (escrito en 1969).
Este es el cuarto libro seguido que leo de Levrero. Los tres anteriores me han parecido interesantes, curiosos, pero ninguno de ellos me permitía afirmar que este autor uruguayo fuese, al lado de los grandes, una reivindicación en firme de las letras hispanoamericanas. Hasta ahora me caía bien, me gustaba su historia personal (fue fotógrafo, librero, guionista de cómics, humorista, creador de crucigramas… Vio muchos de sus libros publicados bastante más tarde de lo que fueron escritos; en El lugar, sin ir más lejos, esa diferencia es de 15 años), me gustaba incluso su nombre, e imaginarlo en Montevideo, Colonia del Sacramento, Buenos Aires o Rosario indagando dentro de sí mismo para crear su propio mundo de referencias literarias.
El lugar me permite dar un paso más allá en mi apreciación de este autor: este libro no tiene un tono menor, no imita desaforadamente a un modelo, sino que con personalidad y voz propia amplia las fronteras de los referentes con los que trabaja. El lugar sí me ha parecido una pequeña obra maestra. Un libro que debería ocupar en el canon de la literatura en español un espacio similar al de, por ejemplo, La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, libro que me ha recordado a El lugar en más de un aspecto.
El lugar aún conserva la estructura en capítulos numerados de La ciudad, y el texto dividido en tres partes. Estas separaciones habrán desaparecido ya en París.
En El lugar el eterno narrador en primera personal y sin nombre de Levrero se despierta sin saber dónde está, sin percibir ningún atisbo de luz. Se incorpora, abre una puerta, pasa a un cuarto similar al anterior, no puede volver al que ha dejado atrás. No sabe cómo ha llegado allí, se recuerda en una calle esperando un ómnibus que le llevará a una cita con una mujer, Ana.
Se hace la luz y el narrador puede ver la composición de los cuartos, sus mesas, mecedoras… sigue abriendo las puertas de un inacabable pasillo. Se encuentra con personas de estatura inferior a la normal que habitan esos cuartos, que le mirarán con temor. No podrá comunicarse con ellas, hablan en un idioma que no comprende. Sigue avanzando. Duerme en algún cuarto desabitado, encuentra comida al despertar sobre la mesa, se encuentra con una mujer…
La influencia de Kafka sigue presente, pero también el gusto por las paradojas de Lewis Carroll o de Borges. La narración, a diferencia de París, es más sorprendente que angustiosa.
En la página 40 creo encontrar la clave de la narrativa de Levrero, o al menos de la Trilogía involuntaria: “me di cuenta de que la impotencia ante esta situación tan extraordinaria no era muy distinta de la impotencia habitual ante los hechos cotidianos; en este último caso se disimulaba mejor, simplemente, por la complejidad de las situaciones que el mundo nos presenta a diario”.
El narrador (atravesando un túnel, como Alicia en el país de las maravillas) llega a un lugar en el que se encuentra con otros como él, personas del mundo habitual que han desembocado allí a través de aventuras diferentes a la suya, pero igual de extraordinarias. Un mundo social parecido al del mundo corriente parece desarrollarse.
Cada uno tiene su teoría sobre lo que les ha ocurrido: “Me llama la atención la diversidad de formas de llegar aquí, y que esas formas parecieran corresponder a la personalidad de cada uno” (página 102) o “A pesar de grandes coincidencias entre nuestras teorías personales, había una divergencia básica en lo referente a un punto fundamental: la existencia de seres, extraplanetarios o no, que actualmente habitaran y manejaran el lugar” (página 115). En estas reflexiones sobre la naturaleza de la realidad he creído percibir la influencia de otro autor al que Levrero admiraba: el Philips K. Dick de obras como Ubik o Un ojo en el cielo, con esas realidades que se creaban a partir de las particulares neurosis de la mente de los protagonistas.
El narrador seguirá su camino y conseguirá alcanzar un lugar muy parecido al que siempre había soñado en su vida anterior. Pero siente el logro como algo impostado, irreal. Se intentará distraer de sus pensamientos corrigiendo unas notas, que empezó a escribir en los cuartos, sobre todo lo que le ha ocurrido, y esta corrección constituye la novela. También se reflexiona aquí sobre el extrañamiento del escritor frente al mundo (“El extraño soy yo”, página 158), pero esta reflexión es más general: ¿por qué el mundo que conocemos, por qué bajo estos parámetros? ¿No es tan absurdo este mundo como cualquier otro que imaginemos?
Ahora empezaré El discurso vacío.