El machismo en América Latina: ¿a quién culpar?
La desigualdad de género se ha expandido durante la última década. Tristemente, el sexismo sigue causando estragos. Sin importar los modelos culturales y sociales, la tendencia de considerar a la mujer como inferior al hombre sigue firmemente arraigada en el imaginario popular. Desde la inocencia de la infancia, las niñas son vestidas de rosa y juegan con muñecas, aprendiendo ya desde los primeros años a cumplir con los estándares sociales generalmente aceptados. En América Latina, el estereotipo de la mujer pasiva y obediente como sinónimo de “buena mujer” ha tomado fuerza como un peligroso flagelo cultural. Esta idea arcaica y misógina ha contribuido solamente a agrandar la brecha entre los sexos. El “macho” es representado como el hombre capaz de controlar a la mujer, el falso tirano que demanda obediencia sin cuestionamientos. Como mujer argentina, considero que es aberrante cómo la mujer es denigrada y cosificada diariamente. Nuestra cultura, al igual que muchas otras en América Latina, es reconocida como una cultura altamente machista. Esto significa que los hombres creen que ellos hacen las reglas y las mujeres sólo son marionetas que deben obedecerlas sin cuestionamientos. Aquellas que se atreven a desafiar los lineamientos establecidos tienen que pagar un precio, que va desde ser socialmente condenadas a abusadas tanto física como verbalmente.
No es un secreto que tantos hombres como mujeres pueden contribuir a reproducir estereotipos y también a romperlos. Todos somos potenciales agentes de cambio. Esto se aplica también a la desigualdad de géneros, que no deja de ser una construcción social. Esta disparidad se inicia ya en el primer núcleo de interacción: la familia. Cuando se espera que sean las mujeres quienes se encarguen de las tareas domésticas, o quienes cocinen para toda la familia y laven la ropa de los integrantes masculinos, ya se está marcando lo que implica “ser una buena mujer”. Desde que son muy jóvenes, las niñas son preparadas para desempeñarse como amas de casa, simplemente por la idea tradicionalista instaurada de que: “La mujer tiene que saber cuidar del hogar y atender a su marido e hijos”: ¿Acaso el hombre no puede lidiar con estas tareas? Cuando una mujer se atreve a decir que cocinar no le apasiona demasiado, su actitud es el blanco para los más crudos reproches: “Así no vas a conseguir marido” “¿Cómo no vas a querer cocinar para tu familia? Eres muy egoísta” ¿Cómo es posible que la sociedad siga sugiriendo seguir un determinado estilo de vida sólo para no ser soltera? ¿Acaso aquellas mujeres que no se casan son inferiores a las que dieron el “Sí, acepto”?
La desigualdad inevitablemente lleva a una de las caras más peligrosas del machismo: el sexismo. La mujer es transportada de la cocina a la cama, para convertirse ahora en un mero objeto sexual cuyo único valor es su cuerpo. Pero cuidado…En la mente del macho narcisista, ese cuerpo ni siquiera le pertenece a ella. Está destinado para el deleite y placer del hombre, cuándo y cómo él disponga. La belleza femenina es sólo para él. Es el hombre quien decide cuándo una mujer es hermosa y, peor aún, cuándo debe sentirse hermosa. La cosificación de la mujer es explotada en famosos programas televisivos y concursos de belleza, tales como los mundialmente conocidos “Miss Bum Bum” y “Cola Reef”. Sin embargo, aquí cabe hacerse ciertos planteos: ¿Son los hombres los únicos que miran estos shows de TV? ¿Acaso las muchachas que participan en concursos de belleza que las exponen y resaltan solamente su belleza física son forzadas a exhibirse de esa manera? ¿Quiénes son las que normalmente les enseñan a sus hijas a encargarse de las tareas domésticas y asumir este rol como algo natural y al mismo tiempo consienten a sus hijos varones? En otras palabras: ¿Son los hombres los únicos responsables por el potencial machismo instaurado en América Latina?
Ahora, basta considerar una situación que acontece a diario en cualquier ciudad argentina: los famosos “piropos”, que en la mayoría de los casos escapan de la galantería para convertirse en vejaciones verbales que desnudan en media calle a las “privilegiadas” que los reciben. En el año 2016, se promulgó una ley en Argentina para prevenir el acoso callejero. La ley toma un enfoque tanto punitivo como educacional, a fin de crear consciencia sobre cómo estas agresiones son innegablemente una violación a la integridad de la mujer. Uno creería que la mayoría de las mujeres se promulgarían a favor de la nombrada legislación mientras que los hombres serían quienes se opongan. Sorprendentemente, éste no fue el caso…Algunos de los que firmemente mostraron su apoyo a la nueva disposición fueron hombres, mientras que un gran número de mujeres expresó que considerar el acoso callejero como un acto ilegal era una exageración. Bajo la premisa de que los piropos son halagos y que a cualquier mujer le gusta recibirlos, la idea de la supremacía del hombre es reforzada una vez más. No importa si el comentario es denigrante u ofensivo: la mujer debe sentirse orgullosa por haber sido objeto de la atención del hombre. Una joven incluso resaltó que “las únicas que se ofenden por los piropos son las mujeres que nunca recibieron uno”. Ya es preocupante que los hombres se crean con el derecho de acosar verbalmente en las calles, pero es más preocupante aún que las mismas mujeres les digamos que está bien que lo hagan.
No cabe duda de que, en pleno siglo XXI, todavía prevalece un estigma social que condena a las mujeres que se revelan ante el abuso de los hombres y los estándares impuestos como verdades incuestionables. Deberíamos reflexionar seriamente sobre cómo aquellas que son abusadas en cualquier aspecto son culpadas por estos ataques. Parece que existe un acuerdo silencioso que sugiere que las mujeres son responsables de la violencia tanto física como verbal en perjuicio a su persona. Como mujer argentina, he escuchado estas ideas arcaicas cientos de veces: “Si te pones ese vestido, no te quejes si te acosan en la calle” “No está bien que una muchacha salga sola a la noche. Una buena chica no hace eso. Las que salen solas van de levante” Todavía más preocupante es la filosofía que sugiere una resistencia pasiva: “Si te dicen algo en la calle, no respondas. Si te tocan, sigue caminando. No digas nada. No armes un escándalo porque puede ser peor”. ¿Cómo es posible que sigamos sustentando estas creencias? ¿Acaso si una mujer es atacada sexualmente, tiene que permanecer callada para evitar que su agresor decida matarla? ¿Hasta cuándo vamos a perpetuar esta filosofía del silencio que sólo parece justificar la violencia hacia la mujer?
Para lograr un verdadero cambio y acabar con la desigualdad de géneros, la sociedad entera debe comprometerse. Las mujeres latinoamericanas necesitamos tener una voz. Necesitamos expresarnos sin ser juzgadas o condenadas socialmente. Ya hemos sido silenciadas demasiado tiempo por ridículas expectativas culturales. No es una cuestión de feminismo ni de tendencias; solamente de respeto. La educación es sin duda, la clave para hacer frente a este flagelo: todos y cada uno de nosotros debemos reflexionar sobre los estereotipos que reproducimos a diario con nuestras actitudes, más de una vez inconscientes. Necesitamos salir de la ignorancia en la que nos sume la simple aceptación de patrones desgastados y arcaicos, que sólo encuentran su razón de ser en mantener firmes las ideologías dominantes. Las reglas que rigen a la desigualdad de género no son sólo marcadas por hombres, sino por toda una sociedad. Reflexionar, cuestionar, debatir, revelarse. SILENCIO NUNCA MÁS.