Uno“Por doquiera me distraigo con su agradable recuerdo, y si un instante le pierdo, en su recuerdo recaigo. No sé qué fascinación en mis sentidos ejerce, que siempre hacia él se me tuerce la mente y el corazón.”Palabras de doña Inés[1]Inés, Inesita, Vidal, con sus veintidós años cumplidos, salió de casa aquella mañana soleada de abril llevando bien prendida de su chaqueta la etiqueta de “solterona por gusto” que se había ganado con afán en los últimos años. A la hora del desayuno había recibido una nota urgente de su cuñada Virtudes, que rogaba su compañía para arreglar un asunto importante. Inés conocía la tendencia a la exageración de su querida hermana política, pero no por ello dejó de acudir rauda a su cita, mientras repasaba mentalmente los recados pendientes para aquella mañana: pasar por la parroquia para organizar el rastrillo benéfico, comprar flores y unos botones, enviar algunas cartas y recoger el correo. Y no había dejado dicho a la cocinera lo que quería para comer. Suspiró pensando en las mil cosas que ocupaban sus horas y sus días de supuesta solterona ociosa.Cruzó por el Cantón hacia la Marina, en dirección a la calle Tabernas donde vivía la familia de su hermano Pablo. De la calle adoquinada se levantaba a su paso cierto polvo de ceniza, restos de los corazones que se habían consumido esperando de ella una mirada invitadora, un gesto de aprecio, apenas un cierto interés. Pasado ya el tiempo de los cortejos, la bella, dulce Inés, había dejado claro entre su corte de admiradores su rechazo al matrimonio y su decisión de consagrar su joven vida al cuidado de su padre viudo.—Llegas en el momento justo. Tengo que salir y es preciso que me acompañes.Virtudes, la esposa de su hermano mayor, la recibió en la puerta y apenas dejó que pusiera el pie en la vivienda; al momento ya estaban de nuevo en la calle, cogidas del brazo, sirviéndole Inés de apoyo a la más mayor.—¿A dónde vamos con tanta urgencia? ¿Te encuentras mejor hoy? ¿Se te alivian ya los malestares de los primeros meses?La cuñada hizo un gesto con la mano, como diciendo adiós a sus inquietudes, y al momento comenzó a explicarle que había recibido una nota del profesor de música de su hijo mayor, en la que pedía ver al padre de la criatura cuanto antes.—Y, claro, tu hermano está en Madrid. ¡En Madrid! El mismísimo presidente Sagasta le mandó llamar. Si es que parece que el Gobierno de la nación y el Partido Liberal no pueden dar un paso sin consultarlo con Pablo —exageró Virtudes, entre el fastidio y el orgullo—. Y allí él con su política y yo aquí, sola, ocupándome de dos niños y del que viene, y de la casa, y de todo. Y ahora encima tengo que hablar con ese profesor de música, que ni le he visto nunca, ni le conozco de nada, porque las clases las dejó apalabras Pablo antes de irse a la capital. ¿Y qué querrá este señor? Porque mira que Pablito es un ángel, mi niño querido, pero a veces también...—No te preocupes, mujer, verás que sólo te dice buenas cosas del chiquillo.—Pues por si no me las dice, para eso te llevo a ti, no vaya a ser que encima con todo esto y este calor, porque mira que hace calor hoy, que cuando a mí me decían que cómo me iba a ir a vivir a La Coruña, si allí siempre llueve, pues no, ahora que vivo yo, las primaveras son casi tan soleadas como las de Castilla...—Exagerada.—Que sí, que te digo que tengo miedo de que me de un vahído. En mi estado, ni siquiera debería salir a la calle.—Pero si aún ni se te nota.—¿Tú crees? —Virtudes se llevó la mano a su talle, bien sujeto por el corsé, con gesto coqueto, y sonrió a su cuñada—. Ay, Inesita, qué iba a hacer yo sin ti. Prefiero tu compañía a la de mis propias hermanas.Inés denegó con una sonrisa, abrumada por el cariño de su cuñada. Era cierto que para ella, que sólo tenía hermanos, tres varones y los tres mayores que ella, haberse ganado el cariño y la confianza de sus tres cuñadas, había sido una cuestión vital por fortuna bien resulta a favor de todas.—¿Es aquí donde viene Pablito a clases de música?—Mira, aquí tengo la dirección apuntada en la nota del maestro; sí, sí, aquí mismo es.Inés miró el edificio de piedra, con sus blancas galerías relucientes bajo la luz del sol primaveral, y notó por un momento que el mundo giraba bajo sus pies. Era verdad lo que decían los sabios, la Tierra sobre la que vivimos se mueve, pensó, y aunque era un pensamiento extraño, le ayudaba a no dejar que la cabeza se le fuera en otras direcciones más peligrosas.Un ama de llaves vestida de riguroso negro las hizo pasar a un saloncito. Al momento, Virtudes se sentó cerca de la ventana abierta, dejando que el aire que entraba le refrescase las mejillas arreboladas. Inés, de pie cerca de la puerta, esperaba ver entrar por ella su pasado. Nunca imaginó que tal vez fuera su futuro.
[1] Esta cita y las que la siguen pertenecen a la obra de José Zorrilla “Don Juan Tenorio” en edición de Aniano Peña para Cátedra.