El maestro de piano -11-

Por Teresac

Dos golpes suaves en la puerta, y una voz que aún a través de la madera, lograba calentarle la sangre y erizarle la piel. Inés, Inés. Era como un canto de sirena. Se acercó, despacio, evitando hacer ruido con sus zapatos, y apoyó la sien contra el quicio, resistiéndose a abrir. Sobre la cómoda un retrato de su abuela materna achicaba los ojos reprochándole su comportamiento.—¿Qué puedo hacer? —le susurró a la imagen, rogando por un consejo sensato. ¿Acaso no es ese el hombre que quieres, por el que llevas toda la vida llorando y suspirando? dijo una voz vieja y sabia en su mente. Yo le quiero, contestó sin abrir la boca, pero él a mí no. Tonterías, niña. Sé de jóvenes que se dejarían cortar el brazo derecho por la suerte que éste ha tenido. Inés rió, a su pesar, tapándose la boca con la mano, mientras se redoblaban los golpes al otro lado de la puerta.Abrió al fin, borrando la sonrisa de su cara y cubriéndola con un gesto circunspecto, al tiempo que caminaba hacia el fondo de la alcoba, apoyándose en el alféizar de la ventana abierta, mientras rogaba a sus piernas que dejaran de temblar.—He convenido con tu padre que nos casaremos el mes próximo —dijo Juan, paralizado por su frialdad, sin atreverse a avanzar más que dos pasos dentro del dormitorio.—Tú no quieres casarte —acusó ella, la frente alta, la mirada lejana.—Inés, después de lo ocurrido la otra noche...—Lo sé, te sientes obligado —escuchó de sus labios una esperada negativa que le pareció poco sincera—. No sabes cuánto me arrepiento de lo ocurrido.Quería añadir que se arrepentía de haberlo seducido, de haberlo puesto en aquella posición en donde la moral y la educación le dictaba lo que debía hacer. La imposibilidad de poner en palabras lo ocurrido aquella noche, tan reciente, tan íntimo, frenó su lengua. Juan esperó en vano que ella se explicase, y ante su silencio, sólo pudo llegar a la conclusión de que las palabras dichas significaban exactamente lo que se temía. Ella se arrepentía ahora de habérsele entregado, y no era ese precisamente el mejor modo de comenzar un matrimonio, pero ya no tenía solución. Si dentro de unos meses nacía una criatura como resultado del impulso de aquella noche, llevaría el apellido Cortés, eso ni la misma Inés iba a poder evitarlo.—El 25 de julio, a las diez de la mañana, en la Iglesia de Santiago —dijo, dando un paso atrás, despacio, esperando aún que ella lo detuviese. No lo hizo.