Un ama de llaves vestida de riguroso negro las hizo pasar a un saloncito. Al momento, Virtudes se sentó cerca de la ventana abierta, dejando que el aire que entraba le refrescase las mejillas arreboladas. Inés, de pie cerca de la puerta, esperaba ver entrar por ella su pasado. Nunca imaginó que tal vez fuera su futuro.—Usted no puede ser la madre de Pablo.Él estaba parado en el pasillo, a contraluz, de modo que Inés no podía reconocer sus rasgos, sólo su voz. Nunca había olvidado su voz.—¿Por qué lo dice?—Demasiado joven.Se acercó lo suficiente para que la luz de la habitación lo alcanzara, dibujando su mentón fuerte, su nariz recta de herencia romana, sus ojos grandes bajo gruesos párpados y su pelo negro, con aquel mechón rebelde que seguía cayéndole sobre la frente, imposible de dominar con pomadas. Los años pasados no le habían envejecido lo más mínimo, antes bien, la madurez aumentaba su innato atractivo.—No tanto, no se crea.—¿Una mujer que no trata de quitarse años? Ahora me dirá que en el tiempo que he estado fuera de la ciudad, los peces han aprendido a volar y ellos solos se suben a los barcos pesqueros.—Por lo mucho que ha demorado su regreso, bien pudiera ser que se hubieran dado toda clase de prodigios en su ausencia. —Inés extendió su mano, elegante, contenida, sujetando con una sonrisa cortés las emociones que amenazaban con desbordarse por todos los poros de su piel—. Don Juan, es un placer volver a verle.—Esto sí es un prodigio. —El maestro de música se inclinó para besar la mano que ella le ofrecía, rozándola apenas con sus labios, descarado y galante a la vez que seductor—. Usted me conoce y yo debo de estar senil porque me resisto a ponerle un nombre a tanta belleza.—Sólo era una niña cuando usted dejó la ciudad.—Ya lo imagino. —La mano blanca de Inés seguía entre las suyas, y por un momento la observó, como sin en ella estuviera escrito el misterio de su identidad—. Pero permítame decirle que ha crecido usted admirablemente.—Y usted sigue siendo tan encantador.—¿Me hará sufrir por mucho tiempo más con esta incertidumbre?—Sólo un momento más, el tiempo necesario para presentarle a mi cuñada, la madre de su alumno.Sólo entonces Juan se dio cuenta de que había otra dama en la habitación, una que había escuchado aquel intercambio y parecía muy divertida con tal escena.—Perdóneme que no la haya visto antes, señora.—Virtudes Álvarez de Vidal. —Con gesto lánguido, la cuñada de Inés extendió su mano, que el profesor se llevó a la boca, sin besarla, como mandaba el protocolo que antes se había saltado—. Me temo que mi marido está en la Corte, es diputado, supongo que ya lo sabe usted, y no le esperamos de regreso antes de un mes.—Juan Cortés, para servirla, señora. No sabe cómo lamento que se haya molestado por una chiquillada, nunca hubiera enviado esa nota de saber que su esposo no estaba en casa y que usted se sentiría obligada a venir en su lugar.—No se preocupe, esto está resultando de lo más interesante. —Virtudes lanzó una mirada retadora a Inés, que parada cerca de la ventana parecía de repente inmersa en inquietantes pensamientos.—¿Se refiere a la intriga con la que me castiga su joven amiga? Bueno, digamos que ya empiezo a descubrirla, puesto que han dicho que son cuñadas, y usted es la señora de Vidal, puedo deducir que la joven es la señorita Vidal, ¿o es demasiado fácil?—Podría estar casada.—No lleva anillo.—Veo que usted no pierde detalle.—Entonces, señorita Vidal, veamos, déjeme que recuerde a qué jovencita con su nombre podía yo conocer hace diez años. ¿Quizá le daba clases de piano?Inés asintió, inclinando la cabeza con una sonrisa que haría suspirar a los ángeles. Juan la miró por un instante eterno, observó su cabello dorado reluciente bajo la luz del sol que se colaba por la ventana, su piel blanca, traslúcida, que mostraba pequeñas venas azules en sus sienes y en el cuello, los ojos grandes, tan dulces como inocentes y, una sorpresa, una pequeña pista con la que no había contado: al girar ella la cabeza, había descubierto un pequeño lunar en el mentón. Un lunar hecho para ser besado.
Un ama de llaves vestida de riguroso negro las hizo pasar a un saloncito. Al momento, Virtudes se sentó cerca de la ventana abierta, dejando que el aire que entraba le refrescase las mejillas arreboladas. Inés, de pie cerca de la puerta, esperaba ver entrar por ella su pasado. Nunca imaginó que tal vez fuera su futuro.—Usted no puede ser la madre de Pablo.Él estaba parado en el pasillo, a contraluz, de modo que Inés no podía reconocer sus rasgos, sólo su voz. Nunca había olvidado su voz.—¿Por qué lo dice?—Demasiado joven.Se acercó lo suficiente para que la luz de la habitación lo alcanzara, dibujando su mentón fuerte, su nariz recta de herencia romana, sus ojos grandes bajo gruesos párpados y su pelo negro, con aquel mechón rebelde que seguía cayéndole sobre la frente, imposible de dominar con pomadas. Los años pasados no le habían envejecido lo más mínimo, antes bien, la madurez aumentaba su innato atractivo.—No tanto, no se crea.—¿Una mujer que no trata de quitarse años? Ahora me dirá que en el tiempo que he estado fuera de la ciudad, los peces han aprendido a volar y ellos solos se suben a los barcos pesqueros.—Por lo mucho que ha demorado su regreso, bien pudiera ser que se hubieran dado toda clase de prodigios en su ausencia. —Inés extendió su mano, elegante, contenida, sujetando con una sonrisa cortés las emociones que amenazaban con desbordarse por todos los poros de su piel—. Don Juan, es un placer volver a verle.—Esto sí es un prodigio. —El maestro de música se inclinó para besar la mano que ella le ofrecía, rozándola apenas con sus labios, descarado y galante a la vez que seductor—. Usted me conoce y yo debo de estar senil porque me resisto a ponerle un nombre a tanta belleza.—Sólo era una niña cuando usted dejó la ciudad.—Ya lo imagino. —La mano blanca de Inés seguía entre las suyas, y por un momento la observó, como sin en ella estuviera escrito el misterio de su identidad—. Pero permítame decirle que ha crecido usted admirablemente.—Y usted sigue siendo tan encantador.—¿Me hará sufrir por mucho tiempo más con esta incertidumbre?—Sólo un momento más, el tiempo necesario para presentarle a mi cuñada, la madre de su alumno.Sólo entonces Juan se dio cuenta de que había otra dama en la habitación, una que había escuchado aquel intercambio y parecía muy divertida con tal escena.—Perdóneme que no la haya visto antes, señora.—Virtudes Álvarez de Vidal. —Con gesto lánguido, la cuñada de Inés extendió su mano, que el profesor se llevó a la boca, sin besarla, como mandaba el protocolo que antes se había saltado—. Me temo que mi marido está en la Corte, es diputado, supongo que ya lo sabe usted, y no le esperamos de regreso antes de un mes.—Juan Cortés, para servirla, señora. No sabe cómo lamento que se haya molestado por una chiquillada, nunca hubiera enviado esa nota de saber que su esposo no estaba en casa y que usted se sentiría obligada a venir en su lugar.—No se preocupe, esto está resultando de lo más interesante. —Virtudes lanzó una mirada retadora a Inés, que parada cerca de la ventana parecía de repente inmersa en inquietantes pensamientos.—¿Se refiere a la intriga con la que me castiga su joven amiga? Bueno, digamos que ya empiezo a descubrirla, puesto que han dicho que son cuñadas, y usted es la señora de Vidal, puedo deducir que la joven es la señorita Vidal, ¿o es demasiado fácil?—Podría estar casada.—No lleva anillo.—Veo que usted no pierde detalle.—Entonces, señorita Vidal, veamos, déjeme que recuerde a qué jovencita con su nombre podía yo conocer hace diez años. ¿Quizá le daba clases de piano?Inés asintió, inclinando la cabeza con una sonrisa que haría suspirar a los ángeles. Juan la miró por un instante eterno, observó su cabello dorado reluciente bajo la luz del sol que se colaba por la ventana, su piel blanca, traslúcida, que mostraba pequeñas venas azules en sus sienes y en el cuello, los ojos grandes, tan dulces como inocentes y, una sorpresa, una pequeña pista con la que no había contado: al girar ella la cabeza, había descubierto un pequeño lunar en el mentón. Un lunar hecho para ser besado.