—Quizá un día podamos cenar todos juntos en tu casa —propuso Virtudes, cogiendo del brazo a su cuñada.—Sí, claro, es una buena idea.—Cuando lo tengan a bien, recibiré encantado su invitación.Las dos mujeres se alejaron cogidas del brazo por la calle soleada, sin ser conscientes del hombre que las espiaba desde su ventana, pensativo. Encontrarse a Inés Vidal, ahora convertida en una mujer, y qué bella mujer, le había traído más recuerdos al maestro de piano que volver a pisar diez años después la casa que había heredado de sus padres.Recordó su juventud, a su propio maestro de música, don Narciso Otero, que le había alentado ante su talento innato, convenciendo a su padre, modesto armador de barcos pesqueros, para que dejara a su único hijo seguir su vocación. Desde entonces, Juan Cortés, ignorando el negocio familiar, consumía las horas del día entre instrumentos y partituras, tan volcado en la música que no tuvo tiempo ni para buscarse una novia, así que fue ella, la hija de don Narciso, la que le cortejó y lo llevó al altar. Había tenido tiempo suficiente durante su breve matrimonio para arrepentirse mil veces de haber confundido la devoción por su maestro y la admiración por la belleza de su hija con el amor. Y los años de viudez sólo le habían hecho reafirmarse en sus opiniones contra el matrimonio, con lo que había llegado a ser un experto en huir de jóvenes virtuosas en edad de merecer. Así que, con un suspiro, cerró su ventana y trató de ignorar el recuerdo del sensual movimiento de las caderas de Inés Vidal alejándose de su casa.
—Quizá un día podamos cenar todos juntos en tu casa —propuso Virtudes, cogiendo del brazo a su cuñada.—Sí, claro, es una buena idea.—Cuando lo tengan a bien, recibiré encantado su invitación.Las dos mujeres se alejaron cogidas del brazo por la calle soleada, sin ser conscientes del hombre que las espiaba desde su ventana, pensativo. Encontrarse a Inés Vidal, ahora convertida en una mujer, y qué bella mujer, le había traído más recuerdos al maestro de piano que volver a pisar diez años después la casa que había heredado de sus padres.Recordó su juventud, a su propio maestro de música, don Narciso Otero, que le había alentado ante su talento innato, convenciendo a su padre, modesto armador de barcos pesqueros, para que dejara a su único hijo seguir su vocación. Desde entonces, Juan Cortés, ignorando el negocio familiar, consumía las horas del día entre instrumentos y partituras, tan volcado en la música que no tuvo tiempo ni para buscarse una novia, así que fue ella, la hija de don Narciso, la que le cortejó y lo llevó al altar. Había tenido tiempo suficiente durante su breve matrimonio para arrepentirse mil veces de haber confundido la devoción por su maestro y la admiración por la belleza de su hija con el amor. Y los años de viudez sólo le habían hecho reafirmarse en sus opiniones contra el matrimonio, con lo que había llegado a ser un experto en huir de jóvenes virtuosas en edad de merecer. Así que, con un suspiro, cerró su ventana y trató de ignorar el recuerdo del sensual movimiento de las caderas de Inés Vidal alejándose de su casa.