Tres
“¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!, sino caer en vuestros brazos, si el corazón en pedazos me vais robando de aquí?”Palabras de doña Inés.
Juan esperó en vano que ella regresara. Al fin comprobó que se le hacía tarde para sus clases y salió de la casa, sintiéndose el más canalla de los hombres. Ella se había mostrado tan dulce, tan entregada, que había encendido un fuego en su interior que difícilmente lograría apagarse en las próximas horas, entre sus jóvenes alumnos recitando con desgana el solfeo. Llevaba en sus manos aún la sensación de su piel cálida bajo la ropa; en sus labios, la frescura de su boca, que no sabía besar pero que daba cuanto recibía con afán, con pasión incontrolada. Se permitió el lujo de imaginársela yendo más allá ¿Sería así en su cama?, dispuesta a todo, confiada, generosa... Había conocido a mujeres así en aquellos años de libertad, viudas, mujeres experimentadas, ninguna tan joven e inocente. Quizá fuera eso, su desconocimiento, lo que había provocado su reacción, quizá cuando descubriese a dónde llevaba aquel camino que apenas habían iniciado, reaccionaría como su difunta esposa, horrorizada, con repulsión, mirándolo con un espanto temeroso cada vez que él iniciaba apenas una caricia. Tenía que recordar aquello. Los motivos por los que nunca volvería a casarse. Y tenía que evitar estar a solas con Inés en adelante, no le facilitaría el camino a aquel demonio empeñado en tentarles.