Sentado ante el piano, Juan Cortés tocaba una melodía infantil, sólo con el índice, con la mente muy lejos de la sala de música. Aquella misma mañana había vuelvo a verla. Tan hermosa que las flores de los jardines se marchitaban a su paso de pura envidia. Tan dulce que las palomas del parque la miraban arrobadas. Y toda esa belleza, toda esa dulzura, se le ofrecía abiertamente, día tras día, para su consternación. ¿Cómo seguir resistiéndose cuando hasta el sentido común le ordenaba arrojarse a sus pies y rendir por una vez y para siempre su corazón? Había jurado no volver a casarse. Y entonces tuvo que volver a aquella bendita ciudad. Y tuvo que encontrarse a Inés Vidal para saber cuán fatuos y vanos son los juramentos que un hombre se hace a sí mismo, y con qué facilidad una mujer como ella puede hacer a uno desdecirse hasta de su propio nombre.Un carraspeo lo sacó de su ensoñación. El ama de llaves, con un gesto más severo del habitual, se acercó para entregarle una tarjeta de visita. ¿Era posible? Acaso llegaba atraída por sus febriles pensamientos. A largos pasos cruzó el pasillo hasta la sala de recibir, seguro de que le engañaban, de que había algún error.Estaba de verdad allí. Su silueta recortada en la ventana, por donde entraba la luz rojiza del sol que ya se ocultaba tras la inmensidad del mar. Sola, en su casa, y ya anochecía. Tenía que mantener la cordura, devolverla a su padre, agarrarla de un brazo y llevarla, si fuera preciso, a rastras de vuelta a su casa. Eso o dejar que el demonio se los llevara a ambos. Pero qué poco temible parecía el infierno en comparación con aquella promesa de paraíso terrenal.—Inés...—¡Juan! Me has asustado. —Ella se volvió llevándose una mano al corazón, en la semipenumbra de la estancia sólo eran sombras que se observaban, conteniendo la respiración.—¿Qué haces aquí?—Yo... He venido... —Inclinó la cara, su perfil de diosa griega dibujado por el sol moribundo, dubitativa, tensa—. Te he traído... una bufanda... La he tejido para ti.Le extendió la prenda oscura, que él aceptó aún desconcertado.—Ya tengo una bufanda —fue lo único que se le ocurrió decir.—¿Y no te parece que está algo vieja? —Inés bromeaba de repente, relajándose, buscando su complicidad.Juan no se atrevió a decirle que aquella bufanda se la había tejido su difunta esposa. Que la llevaba como recuerdo de lo que no debía ser, de lo mucho que se había equivocado una vez, casándose con una joven sólo por su belleza, para luego descubrir que por dentro era una fría estatua inanimada.—Tienes razón. Gracias. La llevaré con mucho gusto.Quizá ella tenía razón y había llegado la hora de cambiar, de aceptar que un error no implicaba una verdad absoluta. Inés no tenía por qué ser igual que aquella que lo había hecho sufrir. De hecho, a cada momento se le parecía menos.—Debería volver a casa —propuso ella con una voz que aseguraba lo contrario de lo que enunciaba.—Sería lo mejor —dijo él, dando dos pasos en su dirección, esperando que la cordura se impusiera, que lo rechazara, que huyera consciente del peligro.—Dime que me vaya. Dime que no debería de haber venido y que me he vuelto loca. —Su voz se volvía ansiosa y su pecho subía y bajaba agitado, como si todo el aire de la habitación fuera insuficiente para sus pulmones—. Ya una vez lo estuve, ¿sabes? Sólo tenía doce años y deseaba morir. —¿Por qué? —preguntó Juan mientras daba dos pasos más, rozando ya las faldas de su vestido.—Porque te habías casado y te habías ido. Porque le pertenecías a otra y ni siquiera me quedaba el consuelo de tu presencia. —Era fácil hacer aquellas confidencias ahora que ya estaban completamente a oscuras. Frente a ella, Juan era sólo una sombra, cercana, tanto que le transmitía su calor; podía escuchar su respiración, notar el momento en que se inclinaba hacia ella, sentir su mano en su talle aún sin verla—. Por eso nunca he vuelto a tocar el piano. Ni siquiera soporto que nadie lo toque en mi presencia.—En verdad estás algo loca. —Ahora era él quien bromeaba, sus manos sujetándola por la cintura, su cuerpo uniéndose al de ella—. Dejaré que me contagies.Recorrió su espalda con las manos, palpando cada músculo, cada hueso, descubriendo que no usaba corsés ni enaguas, que sólo un poco de tela separaba su piel desnuda de sus caricias. Inés respiró hondo y sus pechos subieron y bajaron, libres, terriblemente sensibles, rozando la camisa de Juan, creando en ambos un nivel de excitación que llenaba la estancia de electricidad como si una tormenta estuviera a punto de desatarse. Y verdaderamente, así era.
Sentado ante el piano, Juan Cortés tocaba una melodía infantil, sólo con el índice, con la mente muy lejos de la sala de música. Aquella misma mañana había vuelvo a verla. Tan hermosa que las flores de los jardines se marchitaban a su paso de pura envidia. Tan dulce que las palomas del parque la miraban arrobadas. Y toda esa belleza, toda esa dulzura, se le ofrecía abiertamente, día tras día, para su consternación. ¿Cómo seguir resistiéndose cuando hasta el sentido común le ordenaba arrojarse a sus pies y rendir por una vez y para siempre su corazón? Había jurado no volver a casarse. Y entonces tuvo que volver a aquella bendita ciudad. Y tuvo que encontrarse a Inés Vidal para saber cuán fatuos y vanos son los juramentos que un hombre se hace a sí mismo, y con qué facilidad una mujer como ella puede hacer a uno desdecirse hasta de su propio nombre.Un carraspeo lo sacó de su ensoñación. El ama de llaves, con un gesto más severo del habitual, se acercó para entregarle una tarjeta de visita. ¿Era posible? Acaso llegaba atraída por sus febriles pensamientos. A largos pasos cruzó el pasillo hasta la sala de recibir, seguro de que le engañaban, de que había algún error.Estaba de verdad allí. Su silueta recortada en la ventana, por donde entraba la luz rojiza del sol que ya se ocultaba tras la inmensidad del mar. Sola, en su casa, y ya anochecía. Tenía que mantener la cordura, devolverla a su padre, agarrarla de un brazo y llevarla, si fuera preciso, a rastras de vuelta a su casa. Eso o dejar que el demonio se los llevara a ambos. Pero qué poco temible parecía el infierno en comparación con aquella promesa de paraíso terrenal.—Inés...—¡Juan! Me has asustado. —Ella se volvió llevándose una mano al corazón, en la semipenumbra de la estancia sólo eran sombras que se observaban, conteniendo la respiración.—¿Qué haces aquí?—Yo... He venido... —Inclinó la cara, su perfil de diosa griega dibujado por el sol moribundo, dubitativa, tensa—. Te he traído... una bufanda... La he tejido para ti.Le extendió la prenda oscura, que él aceptó aún desconcertado.—Ya tengo una bufanda —fue lo único que se le ocurrió decir.—¿Y no te parece que está algo vieja? —Inés bromeaba de repente, relajándose, buscando su complicidad.Juan no se atrevió a decirle que aquella bufanda se la había tejido su difunta esposa. Que la llevaba como recuerdo de lo que no debía ser, de lo mucho que se había equivocado una vez, casándose con una joven sólo por su belleza, para luego descubrir que por dentro era una fría estatua inanimada.—Tienes razón. Gracias. La llevaré con mucho gusto.Quizá ella tenía razón y había llegado la hora de cambiar, de aceptar que un error no implicaba una verdad absoluta. Inés no tenía por qué ser igual que aquella que lo había hecho sufrir. De hecho, a cada momento se le parecía menos.—Debería volver a casa —propuso ella con una voz que aseguraba lo contrario de lo que enunciaba.—Sería lo mejor —dijo él, dando dos pasos en su dirección, esperando que la cordura se impusiera, que lo rechazara, que huyera consciente del peligro.—Dime que me vaya. Dime que no debería de haber venido y que me he vuelto loca. —Su voz se volvía ansiosa y su pecho subía y bajaba agitado, como si todo el aire de la habitación fuera insuficiente para sus pulmones—. Ya una vez lo estuve, ¿sabes? Sólo tenía doce años y deseaba morir. —¿Por qué? —preguntó Juan mientras daba dos pasos más, rozando ya las faldas de su vestido.—Porque te habías casado y te habías ido. Porque le pertenecías a otra y ni siquiera me quedaba el consuelo de tu presencia. —Era fácil hacer aquellas confidencias ahora que ya estaban completamente a oscuras. Frente a ella, Juan era sólo una sombra, cercana, tanto que le transmitía su calor; podía escuchar su respiración, notar el momento en que se inclinaba hacia ella, sentir su mano en su talle aún sin verla—. Por eso nunca he vuelto a tocar el piano. Ni siquiera soporto que nadie lo toque en mi presencia.—En verdad estás algo loca. —Ahora era él quien bromeaba, sus manos sujetándola por la cintura, su cuerpo uniéndose al de ella—. Dejaré que me contagies.Recorrió su espalda con las manos, palpando cada músculo, cada hueso, descubriendo que no usaba corsés ni enaguas, que sólo un poco de tela separaba su piel desnuda de sus caricias. Inés respiró hondo y sus pechos subieron y bajaron, libres, terriblemente sensibles, rozando la camisa de Juan, creando en ambos un nivel de excitación que llenaba la estancia de electricidad como si una tormenta estuviera a punto de desatarse. Y verdaderamente, así era.