El maestro de piano -8-

Por Teresac

Sentado ante el piano, Juan Cortés tocaba una melodía infantil, sólo con el índice, con la mente muy lejos de la sala de música. Aquella misma mañana había vuelvo a verla. Tan hermosa que las flores de los jardines se marchitaban a su paso de pura envidia. Tan dulce que las palomas del parque la miraban arrobadas. Y toda esa belleza, toda esa dulzura, se le ofrecía abiertamente, día tras día, para su consternación. ¿Cómo seguir resistiéndose cuando hasta el sentido común le ordenaba arrojarse a sus pies y rendir por una vez y para siempre su corazón? Había jurado no volver a casarse. Y entonces tuvo que volver a aquella bendita ciudad. Y tuvo que encontrarse a Inés Vidal para saber cuán fatuos y vanos son los juramentos que un hombre se hace a sí mismo, y con qué facilidad una mujer como ella puede hacer a uno desdecirse hasta de su propio nombre.Un carraspeo lo sacó de su ensoñación. El ama de llaves, con un gesto más severo del habitual, se acercó para entregarle una tarjeta de visita. ¿Era posible? Acaso llegaba atraída por sus febriles pensamientos. A largos pasos cruzó el pasillo hasta la sala de recibir, seguro de que le engañaban, de que había algún error.Estaba de verdad allí. Su silueta recortada en la ventana, por donde entraba la luz rojiza del sol que ya se ocultaba tras la inmensidad del mar. Sola, en su casa, y ya anochecía. Tenía que mantener la cordura, devolverla a su padre, agarrarla de un brazo y llevarla, si fuera preciso, a rastras de vuelta a su casa. Eso o dejar que el demonio se los llevara a ambos. Pero qué poco temible parecía el infierno en comparación con aquella promesa de paraíso terrenal.—Inés...—¡Juan! Me has asustado. —Ella se volvió llevándose una mano al corazón, en la semipenumbra de la estancia sólo eran sombras que se observaban, conteniendo la respiración.—¿Qué haces aquí?—Yo... He venido... —Inclinó la cara, su perfil de diosa griega dibujado por el sol moribundo, dubitativa, tensa—. Te he traído... una bufanda... La he tejido para ti.Le extendió la prenda oscura, que él aceptó aún desconcertado.—Ya tengo una bufanda —fue lo único que se le ocurrió decir.—¿Y no te parece que está algo vieja? —Inés bromeaba de repente, relajándose, buscando su complicidad.Juan no se atrevió a decirle que aquella bufanda se la había tejido su difunta esposa. Que la llevaba como recuerdo de lo que no debía ser, de lo mucho que se había equivocado una vez, casándose con una joven sólo por su belleza, para luego descubrir que por dentro era una fría estatua inanimada.—Tienes razón. Gracias. La llevaré con mucho gusto.Quizá ella tenía razón y había llegado la hora de cambiar, de aceptar que un error no implicaba una verdad absoluta. Inés no tenía por qué ser igual que aquella que lo había hecho sufrir. De hecho, a cada momento se le parecía menos.—Debería volver a casa —propuso ella con una voz que aseguraba lo contrario de lo que enunciaba.—Sería lo mejor —dijo él, dando dos pasos en su dirección, esperando que la cordura se impusiera, que lo rechazara, que huyera consciente del peligro.—Dime que me vaya. Dime que no debería de haber venido y que me he vuelto loca. —Su voz se volvía ansiosa y su pecho subía y bajaba agitado, como si todo el aire de la habitación fuera insuficiente para sus pulmones—. Ya una vez lo estuve, ¿sabes? Sólo tenía doce años y deseaba morir. —¿Por qué? —preguntó Juan mientras daba dos pasos más, rozando ya las faldas de su vestido.—Porque te habías casado y te habías ido. Porque le pertenecías a otra y ni siquiera me quedaba el consuelo de tu presencia. —Era fácil hacer aquellas confidencias ahora que ya estaban completamente a oscuras. Frente a ella, Juan era sólo una sombra, cercana, tanto que le transmitía su calor; podía escuchar su respiración, notar el momento en que se inclinaba hacia ella, sentir su mano en su talle aún sin verla—. Por eso nunca he vuelto a tocar el piano. Ni siquiera soporto que nadie lo toque en mi presencia.—En verdad estás algo loca. —Ahora era él quien bromeaba, sus manos sujetándola por la cintura, su cuerpo uniéndose al de ella—. Dejaré que me contagies.Recorrió su espalda con las manos, palpando cada músculo, cada hueso, descubriendo que no usaba corsés ni enaguas, que sólo un poco de tela separaba su piel desnuda de sus caricias. Inés respiró hondo y sus pechos subieron y bajaron, libres, terriblemente sensibles, rozando la camisa de Juan, creando en ambos un nivel de excitación que llenaba la estancia de electricidad como si una tormenta estuviera a punto de desatarse. Y verdaderamente, así era.Sus bocas se unieron de nuevo, recuperando aquel primer beso interrumpido, como si no hubieran pasado días, sólo un interludio, vacío, insensible, que ahora olvidaban ya, dispuestos a terminar lo empezado. Juan se inclinó ante ella, un brazo envolviéndola la espalda, otro se introdujo bajo sus faldas, y la levantó en vilo, como si apenas fuera una almohada de plumas. Inés no supo por qué camino, por qué pasillo ni por qué puertas llegaron hasta su alcoba. Para ella sólo existía su boca, que no la soltaba, el calor de su mano tocando sus piernas desnudas bajo el vestido, su pelo ondulado en la nuca, que acariciaba con fervor. Ya en el dormitorio, él le desabrochó el vestido, ella su camisa; en pocos minutos sus ropas terminaron en el suelo, íntimamente mezcladas, mientras ellos hacían lo mismo sobre la cama. Inés comprobó que la locura tenía diferentes grados, y a ella la había poseído por completo y ya sólo quería gritar de placer. El contacto de las pieles desnudas, las caricias cada vez más osadas de Juan, su boca que la besaba en lugares donde ni el sol la había tocado jamás, eran una marca de fuego para sus sentidos. Comprendió por qué la gente pecaba y por qué alguien renunció al Paraíso por aquello. Ella renunciaba hasta a su nombre y a todo lo que le había sido querido, por aquel momento.Tan inocente como entregada. Juan estaba seguro de que aquello era sólo un sueño de su febril imaginación. Había fantaseado con Inés, no podía negárselo a sí mismo, y ahora aquellas fantasías se estaban haciendo realidad, o sólo era una jugarreta de su mente calenturienta. No podía decidirse. Aún así, juró disfrutar del momento, y hacer todo lo posible porque ella también lo disfrutara. La beso desde la frente a la punta de los pies, salvando las zonas más sensibles, reservándolas un poco más, para no asustarla, temiendo su rechazo si se volvía demasiado atrevido. Pero ella respondía por duplicado con todo lo que él le daba, imitando sus caricias, sus besos, retorciendo su cuerpo joven y flexible contra el suyo, pidiendo más y más. Besó sus pechos pequeños, perfectos, mimándolos con sus labios y su lengua, mientras su mano bajaba por su cadera, por su muslo, hasta introducirse en su lugar más oculto. Ella se tensó apenas un segundo, sorprendida, abrumada, y al momento aceptó la caricia de sus dedos y su cuerpo excitado derramó su esencia mientras el placer la hacía contonearse, retorcerse y, para su sorpresa, gritar de placer. Si esto era el infierno, acertó a pensar Inés con la mente flotando aún en la bruma de la pasión desatada, no le importaría arder en él por toda la eternidad. Su cuerpo aún se estremecía con los últimos estertores de aquella explosión de fuego que Juan había provocado con sus caricias, cuando él se introdujo entre sus piernas, empujando en su interior, con cuidado y con decisión, arrancándoleun gemido de dolor. Durante un momento se quedó quieto, muy quieto, dejándola acostumbrarse a aquella invasión, esperando que el dolor retrocediera, y, poco a poco, con besos suaves, con caricias ligeras que eran como el contacto de plumas en su piel, consiguió que ella se entregara de nuevo, mimosa y dulce como un gato, mientras él se derramaba en su interior, incapaz de contenerse por un momento más.