Cuando las luces se apagan y la sala queda a oscuras nadie nos impide viajar a los lugares soñados y vivir pasiones extremas. Es la magia del cine la que nos permite atravesar el tiempo para compartir un pasado que nos es ajeno pero que, por un instante, hacemos nuestro. Para los que amamos la Historia una película bien hecha es uno de los mejores instrumentos que podemos encontrar para alcanzar ese sueño que a todos nos atormenta alguna vez, vivir lo imposible, volver al pasado para conocerlo de verdad.
Hoy he salido de la sala satisfecho después de dos horas de compartir una historia de dolor y de pasión que nos ha acercado una vez más a la centenaria realidad de la Primera Guerra Mundial. Independientemente de la críticas que los expertos cinéfilos puedan hacer a los méritos de la primera película de un actor metido a director como Russell Crowe, o del edulcorado guión que entre el horror de la guerra y los odios incontestables de los enemigos, introduce una poco creíble historia de amor interracial, El Maestro del Agua, me ha gustado.
Los países construyen sus mitos convirtiendo los horrores de su pasado en nobles historias de heroísmo y superación, por eso, aunque pueda parecer sencillo, aprovechar el centenario de una historia para recrearla, expresar dignamente la realidad de una derrota que se celebra como símbolo de unidad nacional no debe ser fácil, sobre todo para un neozelandés.
El día del ANZAC (Australian-New Zealand Army Corps) que se celebra el 25 de abril en los dos países, conmemora aquel día de 1915 en que miles de jóvenes llegados de la lejana Oceanía, acompañados de otros muchos unidos por la bandera del Imperio Británico, pusieron pie en una inhóspita península Otomana para dejar su sangre en defensa de oscuros intereses que jugaban con sus vidas como en un inmenso tablero de ajedrez.
La humanización del enemigo que el film nos muestra da valor a una cinta que es capaz de hacer cierto ejercicio de autocrítica y nos presenta la situación de un pueblo, el turco, intentando acercarnos a la realidad de aquella masacre.
Si en 1981, cuando pudimos contemplar por primera vez en el cine las trincheras de Gallipoli, en la película australiana de Peter Weir, protagonizada por Mel Gibson, la acción se centraba solamente en el drama humano de aquellos muchachos convertidos en soldados y mandados al matadero por la ineptitud de unos soberbios e ineptos oficiales, hoy Russell Crowe va un paso mas allá.
Partiendo de una terrible historia personal, se va introduciendo en una realidad mucho más amplia que relativiza la magnitud de su propia tragedia. Dos mundos separados por inmensas distancias y por abismos culturales pero con muchos puntos en común.
Nuestro amigo que hacía de guía, nos explicó cómo en aquella península, que corría paralela al estrecho de Dardanelos, sus antepasados siempre habían luchado, su padre fue soldado y su abuelo antes que él. Afirmó orgulloso que desde las colinas de Canakkale defendió la integridad de su patria y lo que fue más sorprendente, que con el valor de los que cayeron en aquella batalla, tanto otomanos como súbditos del Imperio Británico, los turcos entendieron el concepto de nación, y en aquellas laderas con la sangre derramada por sus compatriotas se gestó el embrión de la patria turca.
Debo confesar que en ese momento la soflama nacionalista que aquel orgulloso turco nos lanzó, tensando el relajado ambiente turístico, me sorprendió un poco, pero con el paso de los días su actitud y los símbolos patrios que nos fuimos encontrando en nuestro camino me fueron transmitiendo la realidad de un país que refleja las tensiones de una zona que sigue sin curar heridas y que van mucho más allá de lo que podemos leer en los libros de historia.
Por eso y, sin menospreciar el derecho de un pueblo a que le reconozcan su propia identidad, conviene recordar que este año también se conmemora el centenario del sufrimiento de otras gentes que en aquellos años también habitaban estas tierras, el pueblo Armenio, que al calor de la progresiva radicalización de los Jóvenes Turcos se convirtió en objetivo del odio y víctima de un genocidio nunca reconocido por el estado turco. La guerra fue la disculpa y la negativa de los armenios del Imperio Otomano a luchar contra sus hermanos enrolados en el ejército ruso, sirvió de detonante.
En los días en que las tropas del Imperio Británico se internaban en los Dardanelos comenzaban las detenciones, deportaciones y asesinatos de cientos de dirigentes armenios de Constantinopla. A partir de entonces, se dio la orden de deportación masiva de la población civil, desde las zonas del Cáucaso y del resto de localidades armenias.
Fue una larga marcha hacia los desiertos de Siria y Mesopotamia de mujeres, ancianos y niños en su mayoría, que habían visto cómo gran parte de los hombres mayores de quince años eran asesinados. Su camino fue acompañado de violaciones y torturas y al pasar por los pueblos turcos eran despojados de lo poco que llevaban. Los pocos que lograron sobrevivir fueron trasladados hacia distintos puntos del Medio Oriente donde el hambre y las epidemias acabaron el trabajo.
Haga click para ver el pase de diapositivas.Crímenes del pasado que a veces se cruzan en nuestro camino. Casualmente, la semana pasada ante una reseña de la noticia del centenario de estos hechos, mi tío, que reside en Alemania, me contaba cómo se topó por primera vez con aquella lejana y desconocida historia, hace ya muchos años un día en que conoció a una atractiva mujer de ojos claros y tez morena, perteneciente a la gran comunidad turca que desde los años cincuenta puebla los barrios de Stuttgart. Aquella mujer le contó cómo el origen de su peculiar físico provenía de su abuela armenia que en la diáspora de 1915 fue “rescatada” de su destino cuando al cruzar una de aquellas localidades camino de su destierro, un turco quedó prendado de su belleza y la hizo su mujer.
Guión de cine no, una cruda realidad. (Para saber más del Genocidio Armenio)
Cien años después de todo aquello poco hemos aprendido, conflictos inacabados, intransigencia religiosa, nacionalismos excluyentes y sobre todo intereses económicos, nos han llevado al callejón sin salida donde hoy estamos.
Y ciñéndonos a estas tierras por las que gracias a la magia del cine hoy hemos transitado, podemos afirmar que Turquía, sin lugar a dudas, es la gran válvula de escape de esa inmensa olla a presión llena de grietas en la que hoy se ha convertido esta parte del mundo. Mientras vigila, permanece expectante desde su privilegiada situación, viendo cómo en Oriente se destrozan ante la temerosa pasividad de un Occidente que mas allá de blindarse, no sabe muy bien qué hacer.