El magistral relato de la batalla de ayacucho por riva-agüero

Por Joseantoniobenito

EL MAGISTRAL RELATO DE LA BATALLA DE AYACUCHO POR RIVA-AGÜERO

José de la Riva Agüero (1885-1944)[1]

"De Quinua se asciende a la pequeña pampa de Ayacucho. Es un árido llano, cortado por zanjas profundas. Al este lo cierran las prietas y abruptas vertientes del Condorcunca (voz o garganta del cóndor), surcadas por sendas en zigzag. A un costado se abre el seco barranco del Jatunhuayco (gran torrentera). Al norte, el estrecho valle de Ventamayu, con un riachuelo sombreado de molles, y una capillita, destruida o inconclusa, bajo la advocación de San Cristóbal. En la misma pampa, hay un mísero rancho, que sirve de apeadero; y en el centro de ella, está el paupérrimo y enfático monumento, que parece de yeso. La falta de gusto, llevada a tales extremos, supone ya una grave deficiencia moral. ¡Cuánto más significativa y decorosa habría sido una sencilla pirámide de piedras severas!

Recogimos en el campo algunas balas, de las muchas que allí quedan. Los pobladores de Quinua las venden a los viajeros. Me detuve en las lomadas de la izquierda, desde las cuales la división peruana de La Mar rechazó los ataques del realista Valdés. Hacia el centro y la derecha de la línea, se ven los que fueron emplazamientos de las tropas colombianas.

El relato de mi peregrinación sería ineficaz e inútil si no fuera sincero; y debo a mis lectores y a mí mismo la confesión de mis impresiones exactas. Mi sentimiento patrio, que se exaltó con las visiones del Cuzco y las orillas del Apurímac, no sacó del campo de Ayacucho, tan celebrado en la literatura americana, sino una perplejidad inquieta y triste. En este rincón famoso, un ejército realista, compuesto en su totalidad de soldados naturales del Alto y del Bajo Perú, indios, mestizos y criollos blancos, y cuyos jefes y oficiales peninsulares no llegaban a la decimaoctava parte del efectivo, luchó con un ejército independiente, del que los colombianos constituían las tres cuartas partes, los peruanos menos de una cuarta, y los chilenos y porteños una escasa fracción. De ambos lados corrió sangre peruana.

No hay porqué desfigurar la historia: Ayacucho, en nuestra conciencia nacional, es un combate civil entre dos bandos, asistido cada uno por auxiliares forasteros. Entre los aliados sudamericanos reunidos aquí, bullían ya, aun antes de obtenida la emancipación, los odios capitales, como riñeron los gemelos bíblicos desde el seno materno. El americanismo ha sido siempre una hueca declamación o un sarcasmo; y yo, que cada día me siento más viva y ardientemente peruano, me quedo frío con la fraternidad falaz de nuestros inmediatos enemigos, con la hinchada retumbancia e irónica vaciedad del común espíritu latinoamericano en esas vecinas repúblicas hermanas, que no han atendido más que a injuriarnos y atacarnos. ¿Por qué hemos de continuar derrochando los tesoros de nuestro entusiasmo ingenuo en los émulos rabiosos que a diario nos denuestan y que asechan el instante propicio para el asalto?

Gran necedad o inicua pasión arguye zaherir al Perú por haber una considerable porción de él seguido hasta el fin la causa española en la contienda separatista. Entonces se operó en el alma peruana un desgarramiento de indecible angustia. Mientras la mitad, juvenil y briosa, se lanzaba anhelante, con los demás americanos, en la ignota corriente de lo porvenir, ansiando vida nueva, la otra mitad, fiel a las tradiciones seculares, perseveró abrazada a la madre anciana e invadida, con la pía y generosa adhesión a la desgracia, que es nota inconfundible de nuestro carácter. Leal conflicto y doliente caso de la eterna y necesaria lucha entre el respeto a lo pasado y el impulso de la acción renovadora.

La Colonia es también nuestra historia y nuestro patrimonio moral. Su recuerdo reclama simpatía y reconciliación, y no anatema. Si queremos de veras que el peruanismo sea una fuerza eficiente y poderosa, no rompamos la tradicional continuidad de afectos que lo integran; no reneguemos, con ceguera impía, de los progenitores; no cometamos la insania de proscribir y amputar de nuestro concepto de patria los tres siglos civilizadores por excelencia; y no incurramos jamás en el envejecido error liberal, digno de mentes inferiores y primarias, de considerar el antiguo régimen español como la antítesis y la negación del Perú. Para animar y robustecer el nacionalismo, hay sobrados y perdurables contrarios, rivalidades profundas, positivas y esenciales. La dura experiencia nos lo ha enseñado; y mi generación, más que las anteriores, lo sabe y lo medita.

La Colonia, a pesar de sus abusos, —tan poco remediados aún— no pudo reputarse en países mestizos como servidumbre extranjera. Para el Perú fue especialmente una minoridad filial privilegiada, a cuyo amparo, y reteniendo nuestra primacía histórica en la América del Sur, iban muestras diversas razas entremezclándose y fundiéndose, y creando así día a día la futura nacionalidad. Aleación trabajosa y lenta, dificultada por la propia perfección relativa del sistema incaico, que se resistía, muda pero tenaz y organizadamente, a ser plasmado por una cultura superior. Regiones de menor multiplicidad étnica o desprovistas de reales civilizaciones indígenas, se acercaron más rápidamente a la unidad moral, en tanto que el Perú se retrasaba por la arduidad de la tarea correspondiente a su excesiva complicación. En medio de ella nos sorprendió la guerra de la Independencia; y no cabe negar que fue en momento singularmente inoportuno para nuestros peculiares intereses. Más temprano, anticipándose cincuenta años, sobreviniendo antes de la creación del Virreinato de Buenos Aires, las deficiencias mayores habrían quedado compensadas por el beneficio inestimable de retener la Audiencia de Charcas, de mantener la suprema unidad territorial y de la raza predominante, conservando las provincias del Alto Perú, cuya segregación arrancó tan hondas y proféticas quejas al Virrey Guirior. Más tarde, si la emancipación sudamericana hubiera ocurrido, por ejemplo, cursando el segundo tercio del siglo XIX, habría encontrado bastante adelantada la interna fusión social de las castas y clases del Perú; menos ineptos y desapercibidos los núcleos directores, que apenas iniciaron su modernización a medias con el Mercurio Peruano; y tal vez completamente reparado el desacierto de la desmembración del Virreinato, como lógica consecuencia de aquel movimiento consciente de reintegración administrativa que en 1796 nos devolvía la Intendencia de Puno, en 1802 las grandes comandancias de Quijos y Maynas, y de modo imperfecto y transitorio luego, Guayaquil y el mismo Alto Perú. Pero como de nuestro país no dependió ejecutar en el siglo XVIII el plan de los reinos autónomos propuesto por el Conde de Aranda, ni podíamos precipitar o retardar a nuestro sabor la hora de la general insurrección americana, determinada inevitablemente por el ataque de Napoleón a la Metrópoli, y como era absurdo el empeño realista de guardar unido el Perú a España cuando todo el continente había ya roto sus vínculos de vasallaje, desde 1812 o 1814 los genuinos intereses peruanos demandaban, a cuantos sabían y querían entenderlos, nuestra emancipación inmediata y espontánea, para no quedarnos a la zaga de los otros pueblos de Sud América en la crisis ineludible, y para evitar o reducir grandemente la funesta inminencia de su intervención. Por eso, mucho más que por cualesquiera otras razones, debemos proclamar heroicos servidores del Perú a todos los patriotas nuestros que, en abierta rebelión o conjuraciones subterráneas, desafiando fuerzas harto mayores que en los países vecinos, con sino adverso, pero con ánimo invicto, lucharon contra los fanáticos realistas peruanos, obcecados en resistencia tan formidable como estéril y petrificados en la añoranza de un pasado irreversible. Y por ello también, dentro de la comprensiva equidad de la historia, si a estos va la cortesía reverente y melancólica que merecen siempre las víctimas de la lealtad equivocada, a aquellos consagramos toda la efusión de nuestra gratitud. Desde Zela y Pumacahua hasta los conspiradores de Lima, fue cimentándose, entre sacrificios y catástrofes, un partido peruano separatista, que asumió nuestra representación al frente de los hermanos ya emancipados, y colaboró después con San Martín. Enseguida los valerosos vencidos de la Legión Peruana en Torata y Moquegua, los vencedores de Zepita y Pichincha, los Húsares que decidieron la batalla de Junín, y la bizarra división de La Mar en este campo de Ayacucho, demostraron el esfuerzo de los peruanos independientes y rubricaron con gloria en nombre de nuestra patria el advenimiento de la nueva edad. La razón y el verdadero espíritu nacional estuvieron sin duda con los patriotas y en oposición a los pertinaces tradicionalistas; pero, tras el cruento y largo cisma, tuvo que venir y vino la íntima compenetración entre los de ambos bandos, hijos de un mismo suelo, que combatieron obedeciendo a apreciaciones diversas sobre las conveniencias del Perú. Las posteriores guerras civiles vieron militar indistintamente en las mismas filas capitulados y Libertadores. Mas para que la definitiva nacionalidad ganada en Ayacucho se adecuara a sus destinos y obtuviera su completa verdad moral, no bastaba la mera conciliación de las personas, fácil siempre en muestra tierra. Era y es aún necesaria una concordia de distinta y más alta especie; la adulación y armonía de las dos herencias mentales, y la viva síntesis del sentimiento y la conciencia de las dos razas históricas, la española y la incaica. Al cabo de noventa años, ¿hemos logrado acaso, en su plenitud indispensable, esta condición esencialísima de nuestra personalidad adulta? En los días siguientes a la Independencia, en el iluminado rapto que da todo triunfo, hubo percepción clara de tan indispensable requisito. Entre las afectaciones e ingenuidades de la época, se descubre el grave y justo deseo de incorporar los más insignes recuerdos indígenas en el viviente acervo de la nueva patria. El buen Vidaurre llevaba su celo hasta el extremo candoroso de invocar al dios Pachacámac en una arenga solemne; y Olmedo el Inspirado, de corazón profundamente peruano, hacía vaticinar la victoria de Ayacucho al gran monarca Huayna Cjiápaj y bendecir el estado naciente por el coro de las Vírgenes del Sol. Menéndez Pelayo, en su cerrado españolismo, juzgó esto como inoportuna ilusión local americana; y yo mismo, en mi primer escrito, sostuve con fervor la opinión de mi maestro, llevado por mi excesiva hispanofilia juvenil y por mis tendencias europeizantes de criollo costeño. A medida que he ahondado en la historia y el alma de mi patria, he apreciado la magnitud de mi yerro. El Perú es obra de los Incas, tanto o más que de los Conquistadores; y así lo inculcan, de manera tácita pero irrefragable, sus tradiciones y sus gentes, sus ruinas y su territorio. No ilusión, por cierto, sino legítimo ideal y perfecto símbolo representa la evocación que Olmedo hizo en su imperecedero canto.

El Perú moderno ha vivido y vive de dos patrimonios: del castellano y del incaico; y si en los instantes posteriores a la guerra separatista, el poeta no pudo acatar con serenidad los ilustres títulos del primero, atinó en rememorar la nobleza del segundo, que aun cuando subalterno en ideas, instituciones y lengua, es el primordial en sangre, instintos y tiempo. En él se contienen los timbres más brillantes de lo pasado, la clave secreta de orgullo rehabilitador para nuestra mayoría de mestizos e indios, y los precedentes más alentadores para el porvenir común. En la quieta y larga gestación de la Colonia, el proceso de nuestra unidad fue el callado efecto de la convivencia y el cruce de razas; pero, realizada la emancipación, se imponía, como deber imperiosísimo, acelerar aquel ritmo, apresurar la amalgama de costumbres y sentimientos, extenderla de lo mecánico e irreflexivo a lo mental y consciente, y darle intensidad, relieve y resonancia en el seno de una clase directiva, compuesta por amplia y juiciosa selección. Sin esto el Perú había de carecer infaliblemente de idealidad salvadora; y desprovisto de rumbos, flotar a merced de caprichos efímeros, de minúsculas intrigas personales, y al azar de contingencias e impulsiones extranjeras. Y aún más se advirtió la urgente necesidad de aquella clase directiva, centro y sostén de todo pueblo, con el establecimiento de la república democrática, que la supone y reclama, porque privada de la guía y disciplina de los mejores, tiende a degenerar por grados en anarquía bárbara, en mediocridad grisácea y burda, y en inerme y emasculada abyección. Nuestra mayor desgracia fue que el núcleo superior jamás se constituyera debidamente. ¿Quiénes, en efecto, se aprestaban a gobernar la república recién nacida? ¡Pobre aristocracia colonial, pobre boba nobleza limeña, incapaz de toda idea y de todo esfuerzo! En el vacío que su ineptitud dejó, se levantaron los caudillos militares. Pretorianos auténticos, nunca supieron fijar sostenidamente la mirada y la atención en las fronteras. Héroes de rebeliones y golpes de estado, de pronunciamientos y cuarteladas, el ejército en sus manos fue, no la augusta imagen de la unión patria, la garantía contra los extraños, el eficaz instrumento de prestigio e influencia sobre los países vecinos, sino la palpitante y desgarrada presa de las facciones, la manchada arma fratricida de las discordias internas. La vana apariencia de las palabras y los ademanes quijotescos, no oculta en esos jefes el fondo de vulgares apetitos. Absortos en sus enredos personalistas, ávidos de oro y de mando, sus ofuscadas inteligencias no pudieron reconocer ni sus estragados corazones presentir los fines supremos de la nacionalidad; y cuando por excepción alguno acertó a servirlos, todos los émulos se conjuraron para derribarlo, y lo ofrecieron maniatado al enemigo extranjero. Así se frustraron miserablemente las dos altas empresas nacionales, la de La Mar el 28 y la de Santa Cruz el 36.

Por bajo de la ignara y revoltosa oligarquía militar, alimentándose de sus concupiscencias y dispendios, y junto a la menguada turba abogadil de sus cómplices y acólitos, fue creciendo una nueva clase directora, que correspondió y pretendió reproducir a la gran burguesía europea. ¡Cuán endeble y relajado se mostró el sentimiento patriótico en la mayoría de estos burgueses criollos! En el alma de tales negociantes enriquecidos ¡qué incomprensión de las seculares tradiciones peruanas, qué estúpido y suicida desdén por todo lo coterráneo, qué sórdido y fenicio egoísmo! ¡Para ellos nuestro país fue, más que nación, factoría productiva; e incapaces de apreciar la majestad de la idea de patria, se avergonzaban luego en Europa, con el más vil rastacuerismo, de su condición de peruanos, a la que debieron cuanto eran y tenían! Con semejantes clases superiores, nos halló la guerra de Chile; y en la confusión de la derrota, acabó el festín de Baltasar. Después, el negro silencio, la convalecencia pálida, el anodinismo escéptico, las ínfimas rencillas, el marasmo, la triste procesión de las larvas grises......

 Ante este agobiador resumen, que sintetiza nuestro absoluto fracaso en la centuria corrida desde la Independencia, recordamos, con amargura punzante, los felices horóscopos que el cantor de Junín y Ayacucho ofrendó en la cuna del Perú nuevo. ¡Cruel desmentido hasta ahora el de la desolada realidad a los deslumbrantes pronósticos de continua ascensión, de las venturas y glorias, que creyeron todos iniciar entonces! Las sombras de los sueños desvanecidos fueron mis melancólicas compañeras en la visita a la llanura célebre; y se me representó la terrosa extensión del campo regada con las cenizas de una fulgente aspiración extinta.

Las nacionalidades históricas destronadas que Olmedo enumeró para augurar su compensación con las nacientes americanas, se han regenerado en el curso del siglo, se han purificado y rehecho en la fragua del destino. Los altares de Grecia, que imaginaba el poeta reemplazar con los de Sud América, se elevaron de entre las ruinas; y a pesar de las tormentas, brillan hoy reavivados por las esperanzas del vigilante helenismo. Razas diversas, en su derredor, luchan sin descanso por afirmar sus respectivas personalidades; y en los más árduos trances no desesperan de lo futuro. El Capitolio de la humillada Roma, que Olmedo contrapuso en sus versos triunfalmente a los redimidos monumentos incaicos, se encumbra renovado y soberbio. Todos los pueblos, desde los más famosos hasta los más remotos y olvidados, reclaman puesto y voz en el coro fluctuante de la humanidad. Y el Perú, que en la América meridional es la tierra clásica y primogénita, desconoce su misión, abdica de sus designios esenciales, rechaza cualquiera ambición como un desvarío, y se sienta postrado y lacio en las piedras del camino, a mirar como lo aventajan sus competidores, satisfecho en su poquedad cuando obtiene las bases mínimas de existencia.

No eran ciertamente alegres los pensamientos que me asaltaban, cuando al caer la tarde, entre el oro desfallecido de los trigos y del cielo, volvía de Quinua a la ciudad de Ayacucho. Mas, al releer después la conmemoración de la batalla en la oda de Olmedo, para mí tan familiar, hallé un consuelo inefable en la sublime estancia que todos los peruanos deberíamos saber de memoria: aquella en que compara el vate, —¿acaso no significa esta palabra profeta? — las virtudes de reacción súbita que guarda siempre nuestra patria, con el arranque memorable de Aquiles, que del indigno sopor de Sciros pasó de improviso a las hazañas victoriosas de Troya.



[1] Cap. XI, "EXCURSION A QUINUA Y AL CAMPO DE BATALLA" Paisajes peruanos, Imprenta Santa María, Lima 1955, pp.112-120 https://repositorio.pucp.edu.pe/index/handle/123456789/172008?show=full