En mis sueños el mal era monstruoso, enorme, rojo y con cuernos, lengua viperina, ojos inyectados en sangre y cabeza de toro. Un payaso con peluca rizada, nariz roja y una gran boca pintada, ojos de loco y sonrisa diabólica. Era un remolino que me aspiraba, tiraba de mí, absorbiéndome y disolviendo mi cuerpo hasta la nada. Un sofá en el que me tumbaba y cuando más cómoda estaba sacaba los dientes, me tragaba y hundía mi cuerpo incapaz de
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encontrar una sujeción segura para salir a la superficie. El mal en mis sueños era terrible pero reconocible, sabía cuándo estaba ante él con sólo mirarlo o sentirlo. El mal real existe, pero no se reconoce a simple vista. Tiene una cara ordinaria, apariencia normal, una voz familiar. El mal se gana tu confianza con artimañas y trucos, te conquista con halagos y carantoñas. Te alaba el oído y te cuenta lo que quieres escuchar. El mal está en cualquier sitio, no en el infierno, no en una cueva oscura, está a tu lado, se cruza contigo, se mueve sinuoso esperando la oportunidad…