En una columnase defiende el derecho a guardar silencio de los candidatos presidenciales Bachelet y Golborne, “para seguir mirando encuestas donde aparecen como victoriosos en sus respectivas primarias”. Se plantea que no habría razón alguna ni siquiera moral –pues las morales son diversas- para exigir a aquellos silenciosos, el uso de la palabra y debatir en el foro público. Tal defensa, se sustenta en que las encuestas permitirían a los más valorados dentro de las mismas, desligarse de la necesidad del debate y del convencimiento, que sólo serían tareas imperiosas para aquellos con bajos números. Como en la misma columna se pide una explicación que justifique el obligar al debate. He decidido dar una. Desde el surgimiento de la democracia en Atenas, el sentido de la política se ha sustentado en la discusión y por tanto en el uso de la palabra. Es en torno al diálogo –y ya no en base a la fuerza- que los asuntos de la polis se abordan en las primeras democracias. No hay otro modo. Quien guardaba silencio ante los asuntos públicos (por decisión propia o ajena) era excluido del ágora, y en muchos casos era considerado un idiotez(aquel que por motivos diversos no podía de-liberar); o un bárbaro (aquel que no usa la palabra). Si se aprecia, quedarse callado -que es efectivamente un derecho y una libertad en muchos ámbitos- no es viable en el ámbito de la política. Por lo menos para quien quiere participar en ella. Un político mudo ante los asuntos de su polis, es una contradicción ambulante. Un oxímoron con pretensiones de poder tanto en la antigua como en la moderna democracia. El político, a diferencia del ciudadano común -aunque también es un ciudadano- es alguien que ha decidido voluntariamente hacer uso de la palabra en el foro. Negarse a hablar, es negar su condición de político.Creer que el simple hecho de contar con apoyos según las encuestas –que siempre son dudosas como decía Bourdieu- permite excusarse del debate público, es reducir la política y la democracia a una mera forma de dominación carismática. Es tener un concepto de la democracia como si fuera una religión. Es concebir a los ciudadanos como meros devotos que no cuestionan ni discrepan de sus sacerdotes. Es además, una noción extremadamente elitista de la democracia y la política. Peor aún, es obviar que el juego democrático implica y exige una pugna constante en el espacio de las ideas entre todos los miembros del mismo. Es obviar el sentido deliberativo de la lucha por el poder, tan necesario para la salud de una democracia.Como vemos, el silencio en política genera un vacío en el espacio político y no contribuye en nada a ampliar dicho espacio, sino a mantenerlo restringido exclusivamente para las cúpulas y las castas políticas. Entre cuatro paredes, tal como se elige un Papa.La supresión del diálogo en el ámbito político, por parte de los propios políticos, implica el debilitamiento de la democracia y el mantenimiento de una política basada en la fuerza o el mero carisma. En nuestro caso, nuestra política lleva mucho tiempo basándose en las sonrisas, los carteles fastuosos, y no en las ideas.
En una columnase defiende el derecho a guardar silencio de los candidatos presidenciales Bachelet y Golborne, “para seguir mirando encuestas donde aparecen como victoriosos en sus respectivas primarias”. Se plantea que no habría razón alguna ni siquiera moral –pues las morales son diversas- para exigir a aquellos silenciosos, el uso de la palabra y debatir en el foro público. Tal defensa, se sustenta en que las encuestas permitirían a los más valorados dentro de las mismas, desligarse de la necesidad del debate y del convencimiento, que sólo serían tareas imperiosas para aquellos con bajos números. Como en la misma columna se pide una explicación que justifique el obligar al debate. He decidido dar una. Desde el surgimiento de la democracia en Atenas, el sentido de la política se ha sustentado en la discusión y por tanto en el uso de la palabra. Es en torno al diálogo –y ya no en base a la fuerza- que los asuntos de la polis se abordan en las primeras democracias. No hay otro modo. Quien guardaba silencio ante los asuntos públicos (por decisión propia o ajena) era excluido del ágora, y en muchos casos era considerado un idiotez(aquel que por motivos diversos no podía de-liberar); o un bárbaro (aquel que no usa la palabra). Si se aprecia, quedarse callado -que es efectivamente un derecho y una libertad en muchos ámbitos- no es viable en el ámbito de la política. Por lo menos para quien quiere participar en ella. Un político mudo ante los asuntos de su polis, es una contradicción ambulante. Un oxímoron con pretensiones de poder tanto en la antigua como en la moderna democracia. El político, a diferencia del ciudadano común -aunque también es un ciudadano- es alguien que ha decidido voluntariamente hacer uso de la palabra en el foro. Negarse a hablar, es negar su condición de político.Creer que el simple hecho de contar con apoyos según las encuestas –que siempre son dudosas como decía Bourdieu- permite excusarse del debate público, es reducir la política y la democracia a una mera forma de dominación carismática. Es tener un concepto de la democracia como si fuera una religión. Es concebir a los ciudadanos como meros devotos que no cuestionan ni discrepan de sus sacerdotes. Es además, una noción extremadamente elitista de la democracia y la política. Peor aún, es obviar que el juego democrático implica y exige una pugna constante en el espacio de las ideas entre todos los miembros del mismo. Es obviar el sentido deliberativo de la lucha por el poder, tan necesario para la salud de una democracia.Como vemos, el silencio en política genera un vacío en el espacio político y no contribuye en nada a ampliar dicho espacio, sino a mantenerlo restringido exclusivamente para las cúpulas y las castas políticas. Entre cuatro paredes, tal como se elige un Papa.La supresión del diálogo en el ámbito político, por parte de los propios políticos, implica el debilitamiento de la democracia y el mantenimiento de una política basada en la fuerza o el mero carisma. En nuestro caso, nuestra política lleva mucho tiempo basándose en las sonrisas, los carteles fastuosos, y no en las ideas.