El embellecimiento oficial a una suerte de “revolución científica-técnica- productiva” recuerda, también, el lenguaje de los autorreformadores del stalinismo en la década de los ’60-’70, es decir en las vísperas de su disolución. El estudioso K del lenguaje olvida una premisa fundamental: la lengua no traiciona. La intelectualidad hacía un culto abstracto de la ciencia y la tecnología, porque en el ámbito de la cultura estaliniana -y también de la izquierda liberal norteamericana- era el caballito de batalla de una “convergencia” entre capitalismo y socialismo. Uno de los íconos de este planteo fue Daniel Bell, recientemente fallecido, quien difundió la tesis de una sociedad “postindustrial” basada en la información y el conocimiento. La historia no se movía hacia adelante por medio de la revolución, sino por medio de la técnica y el saber científico; no por la lucha de clases, sino por el laboratorio y la academia; no por la clase obrera, sino por los científicos.
A la ideología “cientificista”, en los ’70, se la presentó como una ciencia “rebelde” nativa, según la denominación de Oscar Varsavsky, o como la posibilidad de una práctica tecnológica “autónoma” en los planteos de Jorge Sábato o Amílcar Herrera. El asunto no pasó nunca del verbo a la acción. Ni hubiera podido, porque ni la ciencia ni su forma aplicada pueden superar por sí los límites del régimen político que las condiciona. ¿Hace falta recordar que Perón había vuelto al país no para abrir paso a la liberación de las fuerzas creativas de la nación, sino para imponer a Isabelita y López Rega?
Lo que hoy molesta a González en el discurso oficial es más viejo que el caracú. El antiguo cientificismo propugnaba la invasión del capital extranjero en la esfera de la industria, como la primera fase del capitalismo en los países atrasados (Haya de la Torre). El brasileño Fernando Henrique Cardoso postuló la superación del antagonismo entre “dependencia y desarrollo”. Tecnópolis es una caricatura de aquel cientificismo; está preñada de un neoliberalismo ‘tardío’, ya que mantiene las privatizaciones de los noventa, la tercerización y precarización del trabajo, la sojización agraria (el capital financiero en el campo) y las políticas sociales ‘recomendadas’ por el Banco Mundial. Promueve la unidad del saber, los negocios y las “agencias” de innovación para lucrar en nichos rentables (software, biotecnología). Los Kirchner han seguido la línea de un Ministerio de Educación sin escuelas. Más que una “sociedad del conocimiento”, tenemos un embrutecimiento que no cesa, como lo prueban las más diversas evaluaciones educativas internacionales.
No es el velo del lenguaje lo que hay descorrer, sino el de la política. Cuando González sostiene que “los actuales proyectos (los del modelo oficial) han enaltecido la idea de ciencia” no es la lengua la que le juega, a él mismo, una mala pasada. Es su defectuosa comprensión de los límites insuperables de la causa kirchnerista: una improvisación para atajar la ‘emergencia’ heredada de 2001, que se enfrenta ahora a una ‘emergencia’ de carácter planetario.
Pablo Rieznik