Es el día de año nuevo. Siete de la mañana. La ciudad despierta blanca y fría. Algunos
habitantes despiertan con ella. Otros, extraviados, caminan en zigzag buscando su casa.
Otros, los más afortunados, siguen durmiendo al abrigo del año que pasó. Noah pasea su año
viejo por las salas de un aeropuerto abierto a las huelgas y las protestas. Le gusta ver los
aviones desde los grandes ventanales e imaginar historias diferentes cada vez. Ese día
imaginó que aquél avión parado, dormido, inmenso, le llevaría al otro lado del atlántico.
Atravesaría el mar y una señora le recibiría con una antorcha en la mano indicándole que
había llegado a su destino. El piloto informaría unos segundos después a los pasajeros de su
entrada en Nueva York. A partir de ahí la ilusión solo haría que aumentar. Unos
manifestantes hicieron despertar a Noah de su ensoñación con cantos protestantes. Recordó
entonces, desde su memoria fotográfica, la cantidad de veces que había visto una imagen
similar durante el año que pasó. Las noticias de todos los medios de comunicación no
incitaban a la esperanza. El paro había aumentado, la violencia, el cambio climático …
Noah no estaba enfadada pese a que el año viejo se había portado mal con ella. Desde que
era una niña se creó un mantra, en el que se apoyaría cada día de su vida: Nada ni nadie
podrá arrebatarme la ilusión. Y volvió a mirar al ventanal. El avión que la llevaría a Nueva
York seguía esperando. Ella sonrió y siguió soñando.