Recuerdo la fuerte impresión que me causó la lectura de Las partículas elementales en agosto de 2002, justo un mes antes de que me fuese a convertir en profesor, profesión con la que sigo desde entonces. Dejaba ese verano atrás el traje de joven ejecutivo y el cambio me ilusionaba pero también me ponía nervioso. Tenía ya veintiocho años, había leído unos cuantos libros fundamentales; y al acercarme a Las partículas elementales aquella historia de tristezas y frustraciones sexuales, que había escrito el que por entonces me estaba pareciendo un escritor del que cada vez de hablaba más en las revistas y los suplementos culturales, aquel Michel Houellebecq (Saint-Pierre, isla de La Reunión, departamento de ultramar de Francia, 1958), me impactó profundamente. Poco después leí Ampliación del campo de batalla, que fue su primera novela, y me pareció que este libro era, en gran parte, un banco de pruebas para escribir, algo más tarde, una novela mayor como Las partículas elementales. Al año siguiente leí Plataforma, y aquí ya tuve la impresión de que Houellebecq empezaba a repetirse. Todo lo que podía ofrecer al lector Plataforma (salvo algunas consideraciones sociológicas sobre el turismo) estaba ya escrito en Las partículas elementales. De hecho, me pareció que desde el pedestal del éxito Houellebecq se proponía epatar al burgués, lo que no deja de ser una concepción burguesa del arte. Me explico: en Plataforma el protagonista viaja a Tailandia como turista sexual; le superan las relaciones de pareja convencionales y se siente satisfecho con los placeres de la prostitución. El tema es interesante, aquí tenemos al occidental decadente y rico, importador de juventud y belleza del tercer mundo. El tema puede epatar al burgués, creando una controversia en una sociedad –la francesa- en la que aún la figura del escritor tiene cierta relevancia social, y la salida al mercado de una novela puede generar debate. Al leer Plataforma me percaté claramente de que Houellebecq se cuidaba mucho de evitar un tema: se reflexiona en el libro sobre el turismo sexual en Tailandia, pero no hay una sola referencia de ningún personaje, ni un solo comentario, al turismo sexual con menores. Recuerdo perfectamente que la primera vez que el protagonista se acuesta con una prostituta y se lo cuenta a la mañana siguiente, en el desayuno, al grupo de turistas con el que viaja se nos informa con claridad de que la prostituta tenía veintisiete años. Los turistas burgueses de la novela se escandalizan ante el comportamiento de su compañero de viaje, pero en el mundo de epatación al burgués de Houellebecq, en la Tailandia distópica de su Plataforma, no existe la prostitución infantil. Y si había pensado tras leer Las partículas elementales que Houellebecq era un escritor muy punzante, muy incisivo en sus análisis sociales, aquí me decepcionó, tuve la impresión de que calculaba perfectamente a quién quería epatar con su novela, sabía perfectamente quién era su público objetivo y qué personas iban a comprar su libro y escandalizarse con él. Su escándalo, por tanto, era controlado, medido, y su aire de nuevo enfant terrible de la literatura europea me pareció en consecuencia una pose. Se me acabó el amor con Houellebecq, y ya no me acerqué a su siguiente novela, La posibilidad de una isla, que además no la publicó Anagrama sino Alfaguara. Y sé que si después del éxito de sus anteriores libros, Anagrama no publicó esta novela era porque consideraba que su calidad no estaba a la altura.
Cuando en 2011 apareció El mapa y el territorio, de nuevo en Anagrama y avalada por el premio Goncourt (en Francia un premio como éste aún tiene prestigio), pensé en leerlo. Pero, a pesar que estaba recibiendo buenas críticas en la prensa o en los blogs, lo fui dejando pasar. Algún año después se lo regalé a mi novia, que ha sido una buena lectora de Houellebecq; y me he acercado a él, por fin, dentro de los parámetros de mi campaña personal a favor de evitar la compra temporal de libros y leer los que tengo acumulados en casa. Además acababa de leer Rojo y negro de Stendhal, y me pareció interesante comparar una obra francesa del siglo XIX con otra del XXI.
El protagonista de El mapa y el territorio es Jed Martin, un típico personaje houellebecquiano: su madre se suicidó siendo él un niño, y ha crecido bastante distanciado de su padre, un arquitecto de éxito. Jed Martin, niño sin amigos, adolescente retraído, estudiará Bellas Artes y conocerá el éxito siendo muy joven, debido a su trabajo fotográfico, un estudio del territorio francés a través de las guías Michelin. Gracias a la exposición de sus fotos conocerá a la bella rusa Olga. Este personaje femenino también me ha parecido típicamente houellebecquiano: la bella mujer joven, europea, independiente y con éxito, que toma la iniciativa para mantener una relación con un hombre tímido, apocado y retraído. Era así en Plataforma (en esta caso, la mujer era francesa) y vuelva a ser así en esta novela. Quizás la protagonista de Las partículas elementales tenía algo más de entidad –recuerdo la descripción de las inseguridades de la mujer bella, que me pareció un elemento narrativo logrado- pero en Plataforma (según recuerdo) y sobre todo aquí, en El mapa y el territorio, este personaje femenino actúa como una proyección de la fantasía del autor: la bella mujer joven, deslumbrante que se enamora del hombre apocado, del pusilánime (de él). Un personaje que acabará perdiendo entidad en el libro hasta desaparecer.
Imagino que Jed Martin, el pintor solitario que tiene éxito desde el principio en esta novela (el éxito de las fotografías acabará siendo sólo un preludio del gran éxito que le está aguardando con su serie de pinturas sobre los oficios) es un trasunto del mismo Houellebecq. Alguien que gracias a su arte consigue una posición muy cómoda en la sociedad, y que sin embargo con el dinero no alcanza la felicidad, sino un espacio propio en el que ir aislándose cada vez más de los hombres. Aunque lo curioso aquí es que si Jed Martin es un trasunto de Houellebecq, el autor juega en El mapa y el territorio al desdoblamiento, porque Jed va a entrar en contacto, para que le escriba el texto de su exposición pictórica, con un escritor francés afincado en Irlanda llamado Michel Houellebecq. La verdad es que éste me pareció un detalle bastante simpático. También aparece como personaje en el libro el escrito Frédéric Beigbeder, amigo de Houellebecq.
Después de haber estado unas tres semanas leyendo Rojo y negro de Stendhal no podía dejar de establecer algunos términos comparativos en mi lectura. La sutilidad para describir a los personajes en Stendhal –el cómo se ven unos a otros- es mucho más hábil y profunda que en Houellebecq. Éste dibuja unos personajes un tanto difusos en el caso de las mujeres, y los masculinos acaban siendo trasuntos de él mismo. Pero si la narración de Stendhal era lineal, Houellebecq sabe jugar con los saltos temporales con elegancia, casi como si pareciera que la novela se está escribiendo sin mucho esfuerzo, y, tras una reflexión, una mirada más atenta podrá descubrir que el autor controla a la perfección las capas del material narrativo desplegado. Stendhal hacía una crítica a la sociedad de su época, a su hipocresía y al afán de ascensión social de sus individuos, y Houellebecq más que una crítica hace un diagnóstico –“autopsia” lo llama el crítico José Martínez Ros- sociológico, y en cierto modo desapasionado de la Francia actual (actual y también ligeramente proyectada hacia el futuro. De hecho, el cuerpo principal de la novela parece situarse en torno a 2016, ya que apunta, por ejemplo, que Beigbeder tiene cincuenta y un años, y compruebo en internet que ha nacido en 1965).
Todo un aire de melancolía invade esta novela, una atmósfera crepuscular: una Francia, o una Europa en general, de la que están desapareciendo los oficios y la producción industrial. Una Europa envejecida en la que un centro que practica eutanasias en Suiza tiene más éxito comercial que un prostíbulo ubicado en la misma calle. Si en otras novelas de Houellebecq era el sexo uno de los temas y fuerzas motoras de la narración, aquí parece serlo más la pulsión de soledad y de muerte.
La tercera parte de la novela acaba en la página 237, y he tenido la sensación de que en este punto podría haberse acabado el libro. Aquí se proponía un final abierto lo suficientemente sugerente: el personaje femenino podía volver a entrar en la vida de Jed o no, Jed podía convertirse en amigo de Houellebecq, por el que siente una creciente afinidad. Pero no, de repente parece que empezamos a leer un nuevo libro, y en este caso se trata de una novela negra. Unos policías que aparecen por primera vez en la narración investigan el brutal asesinato de uno de los personajes de la novela. No será hasta sesenta páginas después que vuelvan a aparecer en la trama el resto de personajes. Desde un punto de vista ortodoxo, este registro diferente y esta presentación de temas nuevos, con un cambio de ritmo importante, sería un error de construcción de la novela; pero está claro que Houellebecq conoce las técnicas novelísticas y se ha propuesto jugar con ellas. Este juego me ha desconcertado, pero he de decir que ha sido un desconcierto agradable. Se rompe la lógica de la novela, su simetría, pero Houellebecq arriesga aquí, con materiales inesperados, el resultado me ha parecido satisfactorio y el final definitivo más cerrado que el que podría haber sido en la página 237 (pese a la desaparición definitiva del personaje femenino).
El mapa y el territorio es una novela melancólica, sobre la decadencia de Europa, con finas reflexiones sociológicas (sobre los oficios, los objetos, las personas, el arte…), y a pesar de la tristeza que destila no está exenta de humor. Esta potente novela ha hecho que me reconcilie con Michel Houellebecq.