Me desperté a causa del silencio. Las sirenas del mar de las olas de plata no cantaban, enviando a los bajeles a una muerte segura al colisionar contra la guadaña de los afilados farallones. Desde mi pequeña alcoba, en la cúspide del castillo que otea el océano, sólo me llegaba el murmullo remoto de las olas, luchando las unas contra las otras para besar las tersas arenas níveas de la playa infinita.
Mis pies desnudos me dirigieron hasta una angosta ventana ojival que me traía cada mañana aromas salitrosos. Bajé la mirada para posarla junto a la orilla del mar. Lo que contemplaron mis ojos cerúleos dejó mi ánimo convulso. Mi padre estaba rodeado por un séquito de invasoras sirenas plateadas; las mismas hechiceras que diezmaban nuestros ejércitos con sus cantares insidiosos. Parecía un fantasma grotesco cuando me enfundé el blanco camisón de mi madre y descendí a toda prisa por la escalera de caracol, de altos peldaños de roca carcomida y porosa.
Mi cuerpo menudo e infantil a duras penas se intuía entre las holguras de gigante. Trastabillé repetidas veces, y con ímprobos esfuerzos logré asir e izar la espada de mi hermano Federico, que en sus manos siempre lucía gallarda e invencible.
Arrastré mi figura ridícula hasta la playa conquistada, balanceándome a los caprichos de una tizona que no lograba gobernar. Acudí al socorro de mi padre, circuido de temibles sirenas embaucadoras. Pero la espada respondió a los designios de la gravedad y me hizo desplomar, abatida y abochornada ante el consejo de beldades oceánicas de cuerpos argénteos.
Una de ellas se aprestó amorosa a auxiliarme, y en ese ademán caritativo y maternal, la dulzura de sus ojos y la risa cantarina de su voz, colegí que no existía asedio ni amenaza. Las sirenas me miraban divertidas, y mi padre parecía participar de su alborozo. Aquella mañana, arrebolada como estaba de pura verecundia, fue testigo de la firma de una tregua de paz, que pondría fin a los cantos traicioneros y las lides ancestrales.