Conocía a William Ospina como escritor de relatos hiperbreves. Me encantó aquel que decía: “- Te devoraré, dijo la pantera. – Peor para ti, dijo la espada”. Hoy me he encontrado este artículo suyo, que me parece que tiene un buen puñado de cosas para pensar, en sí mismo y en su realidad colombiana, y también trasladado a otras latitudes donde quedan muertos que contar y causas que eliminar. Se titula El martillo de la Historia:
Las guerras no terminan cuando se cuentan los muertos sino cuando se eliminan sus causas.
Por eso el tremendo informe que ha presentado el Centro de Memoria Histórica, con las cifras del conflicto que hace medio siglo arruina física y moralmente a Colombia, no puede ser el final de un proceso, sino el comienzo de un examen muy serio de cuáles son las causas que hicieron que hayan muerto por el conflicto 220.000 personas y sólo 40.000 en el campo de combate, que se hayan degradado hasta lo indecible los métodos de exterminio, se haya expulsado de sus tierras en medio del horror y el desastre a cinco millones de personas y se haya profanado una vez más la dignidad de la Nación.
Porque esas cifras escalofriantes son apenas la punta del iceberg de la catástrofe colombiana. No sólo hay que preguntarse qué ser humano muere bajo el balazo, el machete o la motosierra, sino qué ser humano se degrada y se destruye cometiendo ese crimen. Y si a algo nos deben conducir estas cifras tan necesarias es a la comprensión de que la guerra no es la estadística: que detrás de unas cifras que forzosamente los diseñadores gráficos convierten en bellas tipografías y en íconos de colores hay largas jornadas de terror, incontables horas de angustia, ríos de desesperación, miles de hijos huérfanos de sus padres y miles de padres huérfanos de sus hijos. Y noches de desvelo, y desembarcos monstruosos, y fiestas de sangre, y violaciones aterradoras, y torturas desesperantes, y el fuego del odio en los ojos, y el hastío de la maldad, y las moscas de la muerte.
Las cifras corren el riesgo de ordenar el caos y de invisibilizar el infierno. Las frases eufónicas y definitivas con que se reacciona ante estos hechos tienden a hacernos pensar que el horror ha terminado, que estamos pasando la página. Un informe valeroso, que tiene el deber de conmovernos y de hacernos reaccionar, corre el riesgo de ser considerado una suerte de veredicto histórico que declara concluido el episodio macabro. No de otra manera a lo largo de un siglo de afrentosa tiniebla hemos cantado contra toda evidencia: “Cesó la horrible noche”, cuando posiblemente la noche siguiente iba a ser peor.
Las cifras pueden hacernos creer que en un conflicto tan irregular como el que está viviendo Colombia, todo puede ser descrito en términos bélicos de confrontación. Llamamos “ejecuciones extrajudiciales” a los asesinatos cometidos por la Fuerza Pública, como si en un país donde está prohibida la pena de muerte hubiera la posibilidad de ejecuciones debidas a un juicio. Y hay que preguntarse si muchas otras muertes, que no ocurren en el campo de batalla entre paramilitares, guerrillas y Fuerzas Armadas, no son atribuibles al conflicto o no son potenciadas por él.
Resulta asombroso que la odiada guerrilla, contra la que se ha levantado la sociedad en masivas manifestaciones de rechazo a prácticas tan repudiables como el secuestro o el minado de campos, sea responsable apenas de una tercera parte de los hechos atroces consignados en el informe, y que casi dos terceras partes de esos hechos se deban a los paramilitares y a su alianza con lo que solemos llamar “las fuerzas del orden”.
Las preguntas más terribles vienen después. Al cabo de cincuenta años de matanzas, que aquí le atribuimos al conflicto, ¿no será necesario buscar causas más hondas? Esta estadística, que comienza más o menos en 1963, es la continuación de otra estadística, la de la Violencia de los años cincuenta, que le costó al país otros 300.000 muertos. Pero este medio millón de muertos mal contados, de masacrados, torturados, desaparecidos, secuestrados, y estos ocho millones de desplazados en los últimos setenta años, ¿no corresponden a una enfermedad más extendida y que es necesario analizar de un modo más profundo?
Finalmente: ¿qué responsabilidad le cabe a la dirigencia que ha tenido el país en sus manos durante los últimos cien años en este desangre inhumano? ¿No era a ella a quien le correspondía educar a la comunidad en pautas mínimas de civilización, incorporar a millones de personas a un orden de mínimas oportunidades y de garantías sociales, construir un Estado operante, formarnos a todos con el ejemplo y la responsabilidad, ya que ha sido tan aguerrida en la defensa de sus privilegios políticos y de su dignidad social?
¿O vamos a echarles la culpa, como nos gusta, de los males de la Nación, a las comunidades siempre postergadas, a los pobres que se murieron por décadas a las puertas de los hospitales, a los que han huido sin rumbo noche a noche perseguidos por los machetes, alumbrados por los incendios, y despreciados en las ciudades adonde llegaban, o a los 180.000 civiles muertos por este conflicto? ¿Qué van a decir ahora los grandes poderes y los partidos políticos que nos gobernaron?
Hay responsabilidades que van más allá de la estadística y del código penal. Altas responsabilidades históricas que corresponden a quienes tuvieron en sus manos el poder de construir un país civilizado, los recursos para modificar terribles realidades de injusticia y de marginalidad, el acceso al conocimiento y el contacto con el mundo para saber cómo se construyen de verdad sociedades orgullosas y dignas.
Frente a estas tremendas evidencias de la irresponsabilidad, de la mezquindad y de la pequeñez histórica, no bastará con mostrar ojos asombrados y rostros compungidos. Hay que modificar con urgencia el tremendo cuadro de injusticia y de impiedad en que vivimos, o esperar el martillo de la historia.
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