Segunda entrega de Senderos Bifurcados, mi columna mensual en 89decibeles.
***
Con gran tino, Alexánder Obando les llama los Intocables en su opus, El Más Violento Paraíso. Usted sabe bien de quiénes hablo. Proliferan en todos los medios artísticos, sociales, culturales, políticos, deportivos. Responden a infinita cantidad de nombres y formas, entre ellas, una cuyo velo de misterio la imagen de cabecera ya estropeó: las vacas sagradas.
Se trata aquí de un grupo privilegiado de sujetos, ataviados con propiedades divinas; bendecidos con el favor de los dioses -cuyo estatus llegan a alcanzar, inclusive-, mismo que les ha permitido alzarse por encima de la masa complaciente que se arrodilla a sus pies, en pleitesía. Sus poderes les permiten llevar su mensaje doquiera se lo propongan; descansa en la fidelidad de sus discípulos la salvaguardia de su leyenda y su culto, así como la propagación de la buena nueva.
Su magnanimidad supera con creces el ancla de las Tres Personas; la esplendidez de los Intocables no sabe de lindes, y muta en vastedad de formas. Sea música, sea literatura, sea lo que se venga al imaginario del lector. Pongo en juego mi estratosférico salario de columnista en 89decibeles, apostando a la imposibilidad de encontrar un campo libre del paso de las vacas sagradas.
Es así como, piedra sobre piedra, han construido un imperio, una fortaleza barnizada con el dulce gozo de la divinidad.
Juguemos a la herejía un rato, ¿sí?
No vengo a presentar mi perfil escéptico de vanguardia. Lo cierto es que en muchísimas ocasiones puse el pellejo como escudo en favor de proteger a quienes yo consideraba verdaderos dioses. Daba por sentado su estatus de deidad, y consideraba una verdadera ofensa personal cualquier palabra que contra ellos se escupiera. Lo reputaba, además de una bofetada a mi ego, una falta de respeto.
¡Palabra clave, carajo!
Ese es el verdadero escudo protector que rodea el hálito de los Intocables. Resguardados tras el muro del respeto, ellos son los buenos, y los demás son los malos. Quienes atenten contra lo divino, merecen el Infierno. Llegamos al punto que antes de siquiera mencionar el nombre de los divinos, habrá de hacerse un sacrificio inicial. Es una cuestión de respeto.
Lo vacilón es que este asunto del respeto no es de doble vía. ¡No hombre, qué va! Lo que es más, tras su muralla sagrada, tanto Intocables como sus seguidores gozan de una plataforma excepcional para masacrar a quienes consideran inferiores. Para emitir juicios apresurados, sin preocuparse ellos de la palabrita mágica.
La guerra santa es capaz de alcanzar niveles ridículos. No es raro -deprímase, a veces es de oficio- encontrar discusiones acaloradas en donde sus partícipes defienden con sangre la sacra imagen de sus providencias. Hasta nuestra vecindad del Chavo, tan elocuente, tan audaz, cede terreno y no está exenta a convertirse en patio de juego de los dioses y sus Cruzadas. A Pink Floyd me lo respeta, carepipí.
Dilatando la metáfora religiosa a extremos que atentan contra la calidad de este texto, la historia sugiere que quien ostenta la posición divina se expone a las críticas y al mal de ojo de muchos. ¿Y no es eso lo más lógico? ¿Por qué entonces se dan las reacciones presentadas en el párrafo supra? La riposta a cualquier crítica suele ser un vendaval de injurias en detrimento de quien ha osado dañar la lesa divinidad de los Intocables.
A mí no me calza. Cierto es que el reproche joroba. Pero también depura: cuanto más rígido sea el proceso de selección, más pulcro será el vino al final de la cosecha. Ese es el punto de inflexión de esta tragedia griega. El respeto, amigos, se gana y se mantiene gracias a la crítica. Es el cómo se enfrenta, y no huyendo de ella, lo que cultiva y eventualmente concede ese añorado elixir Cum Laude.
Yo le propongo algo: tire a matar. Después de todo, si realmente son Dioses, sobrevivirán.
© danny