Como ya conté la semana pasada, tras leer la novela Echeverría de Martín Caparrós, cuyo protagonista era Esteban Echeverría (Buenos Aires, 1805 — Montevideo, 1851), me pareció que lo más lógico era acercarme a la obra de este autor inaugural de la literatura argentina. Mi novia estudió Filología Hispánica y en las estanterías de su biblioteca tiene muchos libros clásicos de la editorial Cátedra. Ella lleva tiempo insistiéndome con la idea de que, ya que me gusta tanto la literatura argentina, debería leer algunas de sus obras fundacionales, como El matadero de Esteban Echeverría, Martín Fierro de José Hernández o Facundo de Domingo Faustino Sarmiento. Los tres libros están en mi casa. Por fin me he acercado a uno de ellos.
Dejé el estudio previo que acompaña al libro para él final y empecé leyendo El matadero. Se trata de una narración de tan sólo 23 páginas, que algunos califican de «cuento» y otros de «crónica». Echeverría lo escribió en Los Talas, una finca familiar, cercana a Buenos Aires, pero ya en un territorio ajeno a la ciudad. Está escrito entre 1838 y 1840, cuando en Buenos Aires la policía política del dictador Juan Manuel de Rosas (perteneciente al movimiento político de los «federales») se mostraba más activa contra los «unionistas», tendencia política liberal a la que pertenecía Echeverría. En esta época de represión, Echevarría toma un escenario del arrabal de la ciudad, como era el del matadero –que él conocía bien porque había vivido de niño muy cerca del lugar– para escribir una historia política. La narración empieza hablando de un periodo de lluvias torrenciales sobre Buenos Aires, que han hecho que haya escasez de carne. De esto se culpa, desde la iglesia y el pueblo, a los «unionistas», encarnación de todos los males. Cuando Echeverría hace estas consideraciones su estilo es irónico. Echeverría entra en el matadero y describe la brutalidad de las gentes que lo habitan y su lenguaje soez. Entre ellos destaca el personaje de Matasiete, que será la primera representación literaria en Argentina del que luego será el gaucho, pero también el malevo. Como luego leeré –comentado por Leonor Fleming– en el prólogo, Matasiete es la verdadera creación literaria de El matadero, aunque Echeverría quiera darle el protagonismo a un joven unionista del que los brutos del matadero harán terrible burla. El joven representa los valores de libertad y europeísmo (no español, claro) que Echeverría defendía para su nueva nación. Pero su discurso resulta engolado y vacío, mientras que Matasiete es un verdadero personaje, definido por sus acciones. Me gusta la reflexión que Fleming establece sobre esto: cuando Echeverría pone en boca de sus personajes sus ideales políticos, su literatura se resiente; y acaba siendo un escritor valioso, a pesar de sí mismo, cuando centra su mirada en otra realidad que le rodea, pero que se escapa al ideal: la brutalidad del matadero, o la dureza de la pampa en La cautiva.
Como apuntaba Caparrós, El matadero es un texto que perfectamente aguanta una lectura modera. De hecho, como apuntaba mi novia, debería haberlo leído antes. De este texto parte, por ejemplo, en gran medida la narración de mi admirado Roberto Arlt. También me doy cuenta, ahora, de que El fiord de Osvaldo Lamborghini está conversando, en gran medida, con El matadero. Saber esto, sin embargo, no hace que El fiord me guste más, que –como ya dije en su momento– me parece una obra totalmente sobrevalorada. El matadero es bastante mejor que El fiord.
Después de El matadero, leí La cautiva. Un largo poema escrito, principalmente en octosílabos. Como decía Caparrós, aunque Echeverría consideraba que sería recordado por este tipo de poesías, y no por El matadero (que si siquiera quiso publicar en vida), se equivocaba, y las poesías se han quedado, ahora mismo, bastante anticuadas. Estoy de acuerdo con Caparrós. En realidad, se tarda poco en leer La cautiva y es un texto curioso. De él, destaca la descripción del desierto, de la pampa, hasta ahora un territorio fuera del imaginario literario sudamericano. En La cautiva se habla del amor de María y Brian, secuestrados por los indios (los «salvajes», en boca de Echeverría, que no deja aquí en muy buen lugar a los nativos americanos), creando esa fuerte dicotomía argentina de «civilización y barbarie». Gracias al coraje de María, los dos logran escapar, no sin producirse antes una escena un tanto patética para una lectura del siglo XXI: cuando María, cuchillo en mano, libera a Brian, éste le dice: «María, soy infelice,/ ya no eres digna de mí.», porque cree que ella ha sido violada por los indios, y éstos al haber «ajado la pureza de tu honor» hacen que la mujer se aparte de su idea de amor romántico. Por fortuna, para los dos, ella ha defendido su «honor» cuchillo en mano y pueden huir al desierto. Esto no supondrá una liberación, puesto que en el desierto, con todos los elementos en contra, volverán a sentirse «cautivos». El poema gana cuando se describe la naturaleza, y la escena titulada «El festín», por su brutalidad, recuerda a las imágenes que luego Echeverría creará en El matadero. Como apunta Fleming, Echeverría va dejando atrás los presupuestos del romanticismo y entra en los del naturalismo. El poema, pierde de nuevo, igual que ocurría en El matadero, cuando Brian, en plena agonía, da en el desierto un discurso sobre los ideales de la posición unionista. De nuevo, Echeverría pierde cuando idealiza y gana cuando describe la barbarie que ve a su alrededor.
Después de las dos obras de Echeverría, he leído el estudio previo de Leonor Fleming, de unas ochenta páginas. En él, he vuelto a leer sobre la época que vivió Echeverría, y que, más o menos, conocía gracias a la reconstrucción del siglo XIX que hace Martín Caparrós en su Echeverría. En la biografía que Fleming elabora sobre Echeverría se le da más importancia a la guitarra, como elemento simbólico, que la que le da Caparrós en su novela. En esta biografía de Fleming no se habla de ningún intento de suicidio (recordemos que así empezaba la novela de Caparrós), ni de ningún amor con una prima que acaba muriendo en el campo. Lógicamente, la novela de Caparrós es una ficción, encajada en un periodo histórico, sobre un hombre del que realmente no tiene los datos suficientes para conocer su vida de forma real y juega, con la ficción, a inventarse una vida para él.
Gracias a la novela de Caparrós sabía, por ejemplo, que Echeverría fue el primer argentino que publicó en su nuevo país un libro de poemas, que sería Los consuelos, publicado en 1834. Aprendo ahora, además, que Elvira, publicado en 1832, es el primer poema del romanticismo en lengua española. Echeverría quería saltarse los modelos literarios españoles y por eso mira hacia lo que se está haciendo en Francia en ese momento. La publicación de Elvira se anticipa un año a la publicación de El moro expósito del duque de Rivas, que sería la primera obra romántica española.
«En la dicotomía entre la patria idealizada y la geografía tumultuosa del país real hay una contradicción que interioriza el poeta; racional y conscientemente opta por la primera y se impone voluntariamente la tarea de reflejarla en el poema, pero afectiva y subconscientemente elige, o es elegido, por la segunda, la que su subjetividad rescata con más ímpetu y mejores versos.», como ya he apuntado antes me gusta esta reflexión que hace Fleming en la página 66 del prólogo.
Creo que ha sido una buena idea leer Echeverría de Martín Caparrós, y El matadero y La cautiva de Esteban Echeverría seguidos. El matadero es una lectura muy interesante, muy reveladora para cualquier lector al que le interese la literatura argentina. La cautiva se ha quedado más anticuada, pero como curiosidad romántica resiste una lectura. Y el prólogo de Leonor Fleming me ha resultado muy instructivo. Ahora ya solo me falta acercarme, por fin, al Martín Fierro de Hernández y al Facundo de Sarmiento. O, quizás, tal vez, también me falte empezar a usar el voseo por las calles de Madrid.