Ya van más de seis meses que no puedo dejar de escuchar Seremos amigos, de Los Gatos, y aún ronda en mi mente esa idea exagerada e inabarcable que se sucede cada vez que algo magnífico, bello, inesperado y luminoso nos roza: sentir que esto es la perfección. Los gustos y las ideas van mutando casi diariamente, por lo cual no sé por cuánto tiempo más lo sentiré, pero como ahora es hoy y hoy este disco de Los Gatos me enfervoriza más a cada escucha, no puedo dejar de condecorarlo y de rendirme ante él como el mejor disco del rock nacional. Esta sentencia / apreciación personal encierra variados detalles, entre ellos, que odio la definición rock nacional, por lo tanto estaría diciendo que Los Gatos son los máximos referentes -los autores de la mejor obra- de ese movimiento (que, sonoramente, lo es) cuando lo que quiero pensar es que estas canciones son demasiado bellas para sólo considerarse como parte de ese lugar, lo trascienden (y me estoy encerrando solo, porque ese lugar lo cree yo mentalmente, aunque creo que comprenden hacia dónde me dirijo).
Lo que quiero explicar es que no creo que rock nacional sea cualquier grupo que enchufe sus guitarras, se distorsione y suene. Ni siquiera ése es un mandato fundamental. Rock nacional, o lo que al menos podría un obtuso como yo llegar a comprender como ello, es cancionero y melódico, rock nacional puede ser distorsionado pero hasta ahí, no necesita de un alimento enérgico más fuerte que la propia melodía de una canción. Rock nacional nunca sería heavy metal, y ya lo dijo Iorio alguna vez con su habitual sutileza, que él no formaba parte del rock nacional, "Fito Páez, Fabiana Cantilo y toda esa mersada". Pappo, si no hubiera compuesto Desconfío, estaría un poco más afuera de ser rock nacional (haber sido parte de los inicios también lo ayuda, también haber muerto aunque suene horrible). Él, que categorizaba magistralmente quién era y quién no rock, hablaba de "dos tarados que con la guitarrita y la flautita vinieron a ablandar la milanesa". Y Sui Generis, sin dudas, fue uno de los primeros fenómenos de lo que aún hoy se considera rock nacional.
En fin, creo que se entiende -o no y a esta altura no importa porque estoy escribiendo esto de corrido y a base de la nada misma, más que algún pensamiento perdido- a dónde voy con esto de rock nacional. Y el propio Litto Nebbia, inicialmente máximo ícono de esa entelequia, seguramente hoy esté fuera de cualquier discusión genérica, aunque la chapa quede. En Seremos amigos, su tercer elepé, Los Gatos concibieron su criatura más perfecta, digna de comparación, incluso, con obras contemporáneas del primer mundo beat.
Pero hay que acostumbrarse desde hoy, 43 años pasados de su edición, a un disco tan ingenuo -Sólo seremos amigos, amigos y nada más / y nadie nos molestará- como original. El grupo muestra su consolidación después de dos bonitos discos iniciales e iniciáticos, encontrando sonidos psicodélicos a los que nunca había llegado en Cuando llegue el año 2000, que ya llegó; grabando (dice el mito, habría que buscar, lo cierto es que Kay Gailfi distorsionó con un grabadorcito Geloso y se pudrió todo) el primer tema con guitarras distorsionadas del rock nacional, La chica del paraguas, una pieza que no ha tenido la suerte de superclásico que merece; y llevando a cabo su canción más producida, otra gema pop que debería llenar de dinero a su autor y que lleva la huella evocativa que atraviesa toda la carrera del mismo: Mañana, donde un Nebbia de ¡20 años! se pregunta qué esperar del porvenir, amor o soledad.
Quizá lo que me inspiró a escribir estas líneas fue un hecho que me hizo un poco de ruido en estos días: ver que en varios medios especializados (?) en rock (!) nos recordaban que se cumplieron cinco años desde la muerte de Syd Barrett, olvidando, omitiendo o despreciando, elija usted, que cuatro días después del adiós de Syd falleció una gran personalidad del rock de acá, quizá el mejor baterista en la historia del género. Hablo de Oscar Moro, por supuesto. De Moro quizá parezca que no hay mucho por decir, todos los que gustamos de estas músicas sabemos que tocó en Serú y también en Los Gatos (y siguen las firmas). Pero lo importante es escucharlo: apretar play y apreciar la potencia que le impone a Cuatro meses, el desparramo que hace en cada cuerpo de su batería en la perfecta Esperando a Dios -¡hay que volver a esos coros, señores!- y el laburo más silencioso pero importante para la esencia psicodélica del citado Cuando llegue el año 2000, por dar algunos ejemplos que me sumergen en una conclusión harto repetida pero inevitable: el baterista es el puesto más ingrato en un conjunto, como el arquero en el fútbol. Por eso quería escribir de Moro, más allá del divague inicial. Ésta era la cuestión.
Un lustro sin Moro, qué pena. A quién le importa qué es y qué deja de ser el rock nacional.
(Nota: este texto fue escrito hace varios días, y por la velocidad con que fue hecho me salteé algunas aclaraciones:
1- El disco, por supuesto, permanece descatalogado, por ese don apropiador de las compañías discográficas.
2- Que esto salga justo antes de día del amigo -digo, por el nombre del disco- es una casualidad. Pero igual queda bien.
3- Olvidé mencionar la despedida hablada de Litto: debe ser lo más tierno que escuché en un disco, o anda por ahí).