El mejor viaje del mundo

Por Noeargar

San Salvador de Jujuy, Argentina. 23 de febrero 2012
“¿Quién es usted? ¿Qué desea? Esto no es una huevería”. Le transmitió de forma sumamente ofensiva el conservador del Museo de historia Natural de South Kensington al ver aparecer a Apsley Cherry-Garrard portando tres huevos de pingüino. Apsley, junto con Wilson y el teniente Bower había formado parte de una de las expediciones más heroicas que un hombre jamás haya realizado. Durante el invierno austral, en una oscuridad casi total con temperaturas de – 60º acarreando sus trineos consiguieron llegar de forma épica hasta el cabo Evans, donde recogieron unos huevos del entonces enigmático pingüino emperador, la única criatura que se adentra en la oscuridad del invierno antártico con temperaturas que llegan a los -70º y vientos sostenidos de 120 km/h, para dar comienzo al más fascinante de los ciclos reproductivos.Apsley fue el único superviviente, Wilson y Bower habían perecido poco después junto a Oates, Evans y al capitán Robert Falcon Scott dentro de sus tiendas atrapados en una tormenta a escasas millas de un depósito cargado de provisiones, después de regresar agotados y frustrados al comprobar como la bandera noruega ondeaba en el polo Sur. Ahora esperaba durante horas en el pasillo del museo a que un imbécil le entregase un recibo por los huevos de pingüino que acababa de recibir con menosprecio, mientras recordaba aquellos días en la desastrosa expedición Terranova, donde arriesgó su vida por un simple huevo, los más duros de su vida, el peor viaje del mundo. (*)Aquella escena tuvo lugar hace ahora 100 años. Desde entonces muchas cosas han cambiado. Del pingüino emperador ya apenas quedan misterios por resolver, la exploración se lleva a cabo a través de poderosos satélites y el otrora inexpugnable continente es ahora posible visitarlo en cómodos barcos de expedición equipados con la última tecnología donde desde el confort de la calefacción poder contemplar uno de los paisajes más sobrecogedores del planeta. Enormes montañas cubiertas de soberbios glaciares y monumentales paredes de hielos de la que se desprenden asombrosos témpanos componen el continente más frio, más alto y más seco, pieza clave en la regulación del clima de toda la tierra y donde se encuentra entre el 70 y el 90% de toda el agua dulce del planeta. El único lugar en el mundo que no pertenece a ningún hombre. Propiedad exclusiva de la fauna más extraordinaria: ballenas, pingüinos, orcas, elefantes marinos, petreles, focas, albatros... No hay imagen que haga justicia a tan sublime escenario.Un viaje a la Antártida, es ahora, transcurridos 100 años de la llamada era heroica, una experiencia única por los mismos escenarios vírgenes que una vez observaron los primeros exploradores - Shackleton, Scott, Amundsen, Mawson, Gerlache…-. Un regalo para la vista que gracias a la osadía y tenacidad de pioneros como Apsley, que lo arriesgó todo por un simple huevo de pingüino, es hoy el mejor viaje del mundo.(*) “El peor viaje del mundo” es el nombre de la novela escrita por Apsley Cherry-Garrard (1886-1959), posiblemente la mejor novela de exploración antártica jamás escrita, en ella se describen los acontecimientos de la épica y trágica campaña del Terranova (1910-1913) liderada por el capitán Scott. Con minuciosidad se narran aspectos útiles para futuros exploradores y describe con insólita crueldad todos los aspectos de las distintas expediciones que se llevaron a cabo.
Fragmento de El peor viaje del mundo: “Tardamos días en alcanzar aquel lugar, y lo hicimos de noche y con un frío como nunca había experimentado un ser humano. Pasamos cuatro semanas viajando en unas condiciones que ningún hombre había soportado anteriormente durante más de unos días. Si dormimos algo durante aquel tiempo fue por puro agotamiento físico, como se puede dormir en un potro de tortura; y en todo momento luchamos por conseguir lo indispensable para sobrevivir, y todo ello a oscuras. […] Ahora estábamos sin tienda y sólo disponíamos de una de las seis latas de queroseno y de una parte de la olía. Sí teníamos suerte y no hacía mucho frío, casi podíamos extraer agua de la ropa que llevábamos, y tan pronto como salíamos de los sacos de dormir quedábamos cubiertos por una armadura de hielo macizo. Cuando las temperaturas eran bajas y disfrutábamos de todas las ventajas que comportaba tener una tienda sobre la cabeza, los sacos estaban tan helados y nos costaba tanto tiempo descongelarlos que teníamos que hacer un esfuerzo ímprobo y padecer calambres durante más de una hora para meternos en ellos. No, sin la tienda no había salvación”.