Siguiendo el consejo de Pedro Quílez, me releo esta pieza de Shakespeare, que siempre ha estado entre mis favoritas. La leí por primera vez cuando Ernesto Sabato me hizo reflexionar sobre su título. ¿Por qué la siguen traduciendo (se preguntaba el maestro argentino) por El mercader de Venecia, en lugar de elegir la forma más sencilla El comerciante de Venecia? Pues eso.Y me perdonarán los bienpensantes, pero a mí es que Shylock me cae hasta bien. Cierto que peca de rigor, y que William Shakespeare se ve obligado a cargar las tintas ridiculizando su amor al dinero, pero creo que en el fondo la razón le asiste. En varias ocasiones (como en la primera escena del tercer acto) defiende que un judío y un cristiano no son diferentes entre sí, ni humana, ni psicológica, ni socialmente. Y si el segundo exige siempre que los contratos mercantiles se cumplan y que la ley se aplique, ¿por qué no debería hacerlo el primero? Antonio ha firmado motu proprio un contrato de préstamo en el que pone como garantía una libra de su carne. Nadie lo obligaba. Ha firmado por su propia voluntad. Y lo ha hecho ante Shylock, al que lleva años insultando en público, llamándole infiel y perro judío. Ahora, el usurero tiene los ases en su mano... y los aprovecha ("Tú me llamaste perro sin motivo, pero ya que soy perro, alerta a mis colmillos", acto III, escena III). ¿Quién se lo podría reprochar? Él no empezó la lucha. Y parece chocante que, siendo víctima de burlas e insultos, ahora se le pida amnesia y bonhomía. A mí, ya digo, me sale darle la razón. Pedirle a la víctima que perdone siempre se me ha antojado oportunista, hipócrita y sospechoso.Por lo demás, la brillantez shakespeareana de siempre: sentencias donde el rigor y el humor se aúnan ("Si la Fortuna es mujer, debe de ser una buena puta"), interesantes afirmaciones ("Las cosas de este mundo con más brío se buscan que se gozan"), aseveraciones para detenerse a pensar ("En la religión, ¿no hay herejías que alguna mente seria bendice y ratifica con un texto, escondiendo la infamia con adornos?") y, empapando todas las páginas de la comedia, la lengua bellísima del autor inglés, que sube al cielo de la perfección con una frecuencia anonadante. Una de sus mejores producciones, sin duda.
Siguiendo el consejo de Pedro Quílez, me releo esta pieza de Shakespeare, que siempre ha estado entre mis favoritas. La leí por primera vez cuando Ernesto Sabato me hizo reflexionar sobre su título. ¿Por qué la siguen traduciendo (se preguntaba el maestro argentino) por El mercader de Venecia, en lugar de elegir la forma más sencilla El comerciante de Venecia? Pues eso.Y me perdonarán los bienpensantes, pero a mí es que Shylock me cae hasta bien. Cierto que peca de rigor, y que William Shakespeare se ve obligado a cargar las tintas ridiculizando su amor al dinero, pero creo que en el fondo la razón le asiste. En varias ocasiones (como en la primera escena del tercer acto) defiende que un judío y un cristiano no son diferentes entre sí, ni humana, ni psicológica, ni socialmente. Y si el segundo exige siempre que los contratos mercantiles se cumplan y que la ley se aplique, ¿por qué no debería hacerlo el primero? Antonio ha firmado motu proprio un contrato de préstamo en el que pone como garantía una libra de su carne. Nadie lo obligaba. Ha firmado por su propia voluntad. Y lo ha hecho ante Shylock, al que lleva años insultando en público, llamándole infiel y perro judío. Ahora, el usurero tiene los ases en su mano... y los aprovecha ("Tú me llamaste perro sin motivo, pero ya que soy perro, alerta a mis colmillos", acto III, escena III). ¿Quién se lo podría reprochar? Él no empezó la lucha. Y parece chocante que, siendo víctima de burlas e insultos, ahora se le pida amnesia y bonhomía. A mí, ya digo, me sale darle la razón. Pedirle a la víctima que perdone siempre se me ha antojado oportunista, hipócrita y sospechoso.Por lo demás, la brillantez shakespeareana de siempre: sentencias donde el rigor y el humor se aúnan ("Si la Fortuna es mujer, debe de ser una buena puta"), interesantes afirmaciones ("Las cosas de este mundo con más brío se buscan que se gozan"), aseveraciones para detenerse a pensar ("En la religión, ¿no hay herejías que alguna mente seria bendice y ratifica con un texto, escondiendo la infamia con adornos?") y, empapando todas las páginas de la comedia, la lengua bellísima del autor inglés, que sube al cielo de la perfección con una frecuencia anonadante. Una de sus mejores producciones, sin duda.