De los recuerdos de infancia que siguen encendidos en la cámara secreta y oculta de cada persona, la experiencia del miedo es posiblemente la que brille con más intensidad, pese al paso de los años. El miedo es más que un sentimiento, -casi siempre asociado a la inseguridad de la niñez-, se trata en realidad de la experiencia matriz que marca silenciosamente el devenir de nuestra historia.
La madurez, entre otras cosas, nos introduce en el ámbito de las seguridades, tanto afectivas como materiales, pero las heridas del pasado incierto, y a menudo incómodo, han conseguido modelar lo que cada uno es hoy en día. De los miedos pasados se puede ser consciente, se puede ser inconsciente, se puede huir y, finalmente, integrarlos en la trama histórica de la existencia personal.
Pero, en cualquier caso, nunca borrarlos de la estructura fundamental que nos configura como seres humanos. Si hay algo que define indefectiblemente nuestra niñez, es la experiencia doble de la seguridad y la inseguridad.
La seguridad se arraiga en la certeza moral del amor incondicional de nuestros padres. Sabemos bien de pequeños que, independientemente de nuestros actos, difícilmente catalogables por un niño como buenos o malos, -porque el conocimiento acertado del bien y del mal aún está por formarse-, siempre contaremos con el amor incondicional del padre y de la madre.
¿A caso podría un niño vivir con la coacción moral de que tiene que ganarse el cariño de sus padres por la bondad de su comportamiento o de sus actos? Sería algo terrible. El niño crece en la confianza de que, a pesar de cómo se comporte, sus padres siempre lo querrán, porque lo hacen gratuitamente y sin necesidad de méritos. Si el afecto fuera un premio a conquistar, la infancia se convertiría en una conquista de la que muy pocos podrían salir victoriosos.
La confianza en la seguridad afectiva, permite el desarrollo normal, físico y psíquico de cualquier niño. Aquí no existen miedos de ninguna clase, a pesar de que la terapia del castigo pueda instalarse ocasionalmente.
¿Entonces de dónde proceden nuestros miedos infantiles? Evidentemente, de las experiencias puntuales de inseguridad, y estas son las que se heredan y que todavía, en el presente adulto de cada uno, siguen manifestándose desordenadamente.
Los adultos tenemos miedo al abandono de los que amamos. No soportamos la idea del desprecio, porque a pesar de que nos gusta presumir de nuestra libertad, en realidad somos seres dependientes y, en algunos casos, muy dependientes. No sabemos vivir solos, necesitamos la expresión continuada y asidua de sentirnos queridos, pero mucho más aún de poder amar.
Ciertamente, es muy importante saberse querido, pero no hay comparación posible con la posibilidad de querer a alguien. Necesitamos que nos quieran gratuitamente y sin condiciones, pero contrariamente, nosotros amamos con egoísmo, con posesión y con exclusiva. Nos es mucho más fácil soportar que nos amen compartidamente que saber que amamos, en igualdad de intensidad y de condición que otros, a la misma persona.
Efectivamente, el miedo de nuestras inseguridades infantiles nunca se ha borrado de nuestros recuerdos, y por eso creemos que tenemos que hacer méritos para conservar los apoyos arbitrarios que nosotros mismos nos hemos ido construyendo con el paso de los años.
Aparentemente, ya no tenemos miedo, pero el precio que pagamos, que es la pérdida de la libertad interior, nos impide vivir en el mundo desde la generosidad y la gratuidad que nos configuran más auténticamente como personas.
Los miedos pueden desvanecerse desde una actitud de abandono total, pero eso requiere una madurez que, a pesar de los años, no todos consiguen alcanzar.
Fausto Antonio Ramírez