Lo primero que hay que tener en cuenta a la hora de abordar la lectura de este libro son las circunstancias en las que fue escrito, cuando los ejércitos de Hitler se encontraban en el cénit de su poder y parecía que podían ganar la guerra y destruir el régimen de libertades que se había estado desarrollando en Europa en los últimos ciento cincuenta años. Porque ¿cuál es el estado natural del hombre, el sometimiento a una autoridad superior o el individualismo? Si tomamos el ejemplo de la Alemania nazi, tenemos un Estado que presiona al individuo de manera casi irresistible para que se una a la causa común, que se identifica con la nación. El individuo aislado no significa nada, solo tiene valor en unión con los demás, bajo la tutela de un hombre superior:
"(...) la oposición al nazismo no significaba otra cosa que la oposición a la patria misma. Parece que no existe nada más difícil para el hombre común que soportar el sentimiento de hallarse excluido de algún grupo social mayor. Por más que el ciudadano alemán fuera contrario a los principios nazis, ante la alternativa de quedar aislado o mantener su sentimiento de pertenencia a Alemania, la mayoría elegió esto último. (...) El miedo al aislamiento y la relativa debilidad de los principios morales contribuye a que todo partido pueda ganarse la adhesión de una gran parte de la población, una vez lograda para sí el poder del Estado."
Realmente la libertad humana no es un concepto del que podamos obtener una definición clara. Estamos limitados por nuestras necesidades básicas, que han de ser cubiertas para sobrevivir y después por nuestros deseos, algunos tan intensos que somos capaces de sacrificar cualquier cosa por verlos realizados. Hasta la Edad Moderna, la idea de libertad para la mayoría de los hombres era una especie de quimera, pues la situación más común era la dependencia absoluta a un señor, que a veces tenía derechos sobre la vida y la muerte de sus súbditos. Se aceptaba que este era la relación natural del hombre con el mundo. Fromm sitúa los orígenes de la idea práctica de libertad en la Reforma Protestante, cuando se rechaza la idea de que la relación del hombre con Dios necesite intermediarios. Además, se acaba con la idea de que la clase social en la que se nace permanece inamovible toda la vida: el capitalismo incipiente logra que muchas personas que no pertenecen a la nobleza se enriquezcan por medio del comercio. Pero toda liberación tiene su lado oscuro, y en este caso la doctrina de Lutero (y la de Calvino en mayor medida aún) cargan sobre la conciencia humana el peso del pecado y la sujeción arbitraria a un Dios que ya ha decidido quienes se salvarán antes de que nazcan. La idea del libre albedrío desaparece, pero a cambio, la existencia virtuosa es una especie de señal de que se está entre los elegidos.
Con todo, la vida cotidiana nunca está exenta de peligros e inseguridades y el exceso de individualismo lleva al aislamiento. Hay una lucha permanente en el ser humano entre la necesidad de seguridad y la de libertad y a veces la balanza se inclina dramáticamente a uno de los dos lados. La Europa de los años treinta, asolada por la crisis económica, era terreno fértil para los fascismos. Cuando al hombre se le quitan sus medios de vida, se le empobrece y se siente insignificante, buscará el calor de la tribu, sacrificará con gusto su libertad a favor de la pertenencia a un ente superior en el que tenga aseguradas sus necesidades básicas a cambio de su obediencia absoluta. El premio es formar parte de una sociedad superior, de una comunidad nacional que no muestra debilidades. Es curioso como a muchos miembros del partido comunista no les costó ningún esfuerzo pasarse a los nazis: la idea es la misma, dejar de lado la individualidad para imbuirse en cuerpo y alma en un proyecto colectivo a las órdenes de una élite.
El sistema democrático tampoco está exento de peligros a juicio de Fromm, puesto que el capitalismo es esencialmente manipulador, porque su existencia se basa en gran medida en crear deseos artificiales en el consumidor, aunque su cumplimiento nunca le llevará a una satisfacción total. Además, somos prisioneros de la imagen que debemos mostrar ante los demás, porque somos prisioneros de los modelos con los que continuamente nos bombardea la publicidad. Si el autor alemán ya denunciaba el poder de la propaganda en los años cuarenta, imagínense lo que pensaría de nuestra época, en la que los multinacionales son ya más poderosas que los Estados. Para Fromm, la verdadera felicidad del ser humano se encuentra en el desarrollo de su creatividad:
"Producimos no ya para satisfacción propia, sino con el propósito abstracto de vender nuestra mercadería; creemos que podemos lograr cualquier cosa, material o inmaterial, comprándola, y de este modo los objetos llegan a pertenecernos independientemente de todo esfuerzo creador propio. Del mismo modo, consideramos nuestras cualidades personales y el resultado de nuestros esfuerzos como mercancías que pueden ser vendidas a cambio de dinero, prestigio y poder. De este modo, se concede importancia al valor del producto terminado en lugar de atribuírsela a la satisfacción inherente a la actividad creadora. Por ello el hombre malogra el único goce capaz de darle la felicidad verdadera - la experiencia de la actividad del momento presente - y persigue a cambio un fantasma que lo dejará defraudado apenas crea haberlo alcanzado: la felicidad ilusoria que llamamos éxito."
Al final, se aboga por un socialismo democrático, por un control de los poderes económicos por parte de un Estado constitucional que sirva a los fines de la comunidad, no exclusivamente a los de las grandes corporaciones. El control estatal de la economía, la disposición de normas contra la especulación financiera, no son ataques a la libertad, como muchos denuncian, sino una manera de hacer participar a todos en la vida económica, no como siervos de un sistema monstruosamente injusto, sino como garantes de un reparto equitativo de las riquezas.