En mi niñez asistí como monaguillo a numerosos sepelios y eso me familiarizó desde temprano con el hecho de morir y con las diferentes maneras de asumir el duelo. En mi familia jamás se disfrazó la muerte con eufemismos o con explicaciones irracionales, y como veía los comics infantiles donde los personajes morían y luego volvían a actuar, crecí aceptando el hecho de morir como algo natural, mientras pasaba por la vivencia de la muerte del pollito, del perrito o del abuelo. Más adelante capté que el miedo a la muerte realmente es miedo al cambio, a la pérdida de lo conocido, con sus añadidos de culpa, arrepentimiento tardío, resentimiento, ira, rebeldía, impotencia, etc. Con el tiempo me alejé definitivamente de las explicaciones y esperanzas imposibles de probar que ofrecen las religiones, pues capté que provienen de la necesidad del ser humano de controlar, conocer y explicar, con o sin base cierta, todo lo que le rodea o afecta. En su momento estudié la obra de Kübler-Ross y otras autoridades en el tema de la muerte, y en esa etapa, durante mi trabajo voluntario en hospitales, comprobé que los niños con enfermedades terminales no sentían miedo a morir, hasta que éste se les contagiaba desde el miedo o la pena de sus padres y otros adultos. Y como todo aprendizaje fallido puede desaprenderse, me liberé de los últimos restos de mi personal aversión a la muerte, situándola en un nicho adecuado como parte del proceso de la vida.
En mi caso, no veo posible una vida plena sin tener conciencia y aceptación de la muerte. Generalmente cuando un adulto inteligente recibe un diagnóstico terminal, tras superar la negación, la rebeldía y la rabia, se replantea sus prioridades, dentro de sus posibilidades hace cambios importantes en su cotidianidad, y actúa de manera diferente y más efectiva ante la amenaza del tiempo que se acaba, todo lo cual indica que su vida antes del diagnóstico no era una vida plena, auténtica, vivida realmente en provecho propio y de los demás. En lo personal soy realista: jamás he idealizado el hecho de vivir en este mundo como la mejor de las posibilidades que pueden darse en este Universo casi infinito, y estoy lejos de apoyar la idea de que “la vida es perfectamente bella”, o no habría tanta oferta de recursos reales o imaginarios para ser feliz, funcional o sano. Lo que sí hago a diario es considerar el hecho de vivir como un aprendizaje variado e interesante, donde coexisten en frágil equilibrio disfrute y sufrimiento. Y sí acepto que la disparidad de cargas existenciales en la población del mundo justifique que el hombre, desde que desarrolló su parte racional, se consuele con teorías o creencias acerca de una vida más allá de la muerte física, para poder manejar conceptos como justicia, equilibrio, esperanza, premio o castigo.
Creo también que cada uno de nosotros es más que su cuerpo físico, porque entre otras dimensiones nos definen la mente, las emociones y lo espiritual o trascendente, aunque la muerte que más se lamenta parece ser la del cuerpo físico. Sé que todo es energía y, por tanto, que nada realmente perece, sino que se transforma o recicla, en una continua evolución. Sé que el cuerpo físico varía constantemente, sufriendo muertes parciales conforme las células de sus órganos son reemplazadas por otras, y que, a pesar de que el niño que fui ya no existe, sigo siendo yo, y lo seguiré siendo como cadáver, cenizas o recuerdo. Sé por ende que dentro de mí hay algo que no está sujeto a la ley del cambio, una especie de buscador interno que se observa a si mismo mientras busca, comprende, aprende y expande sus límites, algo que he decidido bautizar como “conciencia” y que intuyo que sobrevivirá a mis cuerpos físico, mental y emocional.
Sé que mi vida no está contenida en el breve guión que separará las fechas de mi nacimiento y de mi deceso, en la lápida funeraria. Sé que el sentido de la breve, densa y sufrida existencia humana, empuja a elucubrar acerca de un estado de vida real antes y después de su paso por el planeta. Sé que lo que temo no es a la muerte, sino a la posibilidad de llegar a ella inválido, sin lucidez o tras una larga agonía, y que por ello apoyo la eutanasia. Temo también morir arrepentido por las cosas que no me atreví a ser o hacer, y por eso procuro vivir lo mejor posible mi relación diaria conmigo mismo y con los demás, para ahorrarme arrepentimientos inútiles y tardíos cuando llegue el fin. Ni loco quisiera vivir eternamente en este mundo, sujeto a la Ley de la Entropía y dentro del aprendizaje lento y cruel de mi especie, que repite los mismos errores siglo tras siglo, porque la brevedad de la vida humana no da tiempo a asimilar cabalmente el aprendizaje desde el ensayo y el error. Y me gustaría saber que opinas tú, ragunian@, sobre el hecho indiscutible de la muerte, para enriquecer mis puntos de vista sobre el tema.
Escrito por: Gustavo Lobig