Entiendo que la tendencia natural del ser humano es la búsqueda de soluciones ante un problema y es probablemente ahí donde está el quid de la cuestión. Este, por ahora, no la tiene, y eso nos aterroriza. Vale, eso puedo entenderlo: un virus desconocido que no sabemos cómo se comporta y que puede matarnos, cualquiera no se acojona. Hasta ahí podemos hacer un trabajo personal para tratar de no dejarnos llevar por el pánico racionalizando y refugiándonos en la vida, que sigue a pesar del coronavirus.
Pero lo que no admito es que desde todos los frentes nos digan, una y otra vez, lo terrible que es la situación. ¡Que ya lo sé, coño! ¿o es que se han creído que somos imbéciles? (y con esto no quiero decir que no los haya, los hay, bastantes, pero sinceramente creo que muchos menos que los que entienden la situación y son responsables). Además soy de la opinión de que utilizar constantemente el miedo como arma no cambia la actitud de los descerebrados y, sin embargo, sí afecta enormemente a los responsables.
Les confieso que he minimizado mi consumo de información y eso, siendo periodista, me ha costado mucho, pero he antepuesto mi salud mental. Les confieso que me limito a leer un par de periódicos por la mañana y que he silenciado grupos de Whatsapp en los que los agoreros pesimistas comparten su mierda y frustración. Les confieso que busco afanosamente cualquier noticia alentadora: vacunas, fármacos, altas, estadísticas que demuestren que en algún momento, en algún sitio, la cosa mejora. Les confieso que me aferro a un atardecer o a un momento plácido para comprobar que hay vida más allá de la Covid-19. Y mientras trato de hacer lo que está en mi mano siempre que me es posible: mascarilla, distancia social, lavado de manos y no sentirme culpable hasta del toro que mató a Manolete.