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Desde una óptica objetiva no parece muy coherente que el papa Bergoglio, máximo dirigente de un estado e institución que no puede dar precisamente ejemplo de transparencia y buen hacer, vaya denunciando la corrupción por los países que visita.
Es mi punto de vista. No se trata de anticatolicismo. Es una mera cuestión de honradez. El líder espiritual de cientos de millones de personas no debería defender al comunismo, equiparándolo con su forma idólatra de entender el cristianismo para hablar seguidamente de la corrupción con una soltura y una falta de memoria dignas de un déspota.
¿Cuándo ha criticado este papa la corrupción rampante que empobrece Cataluña, donde la propia jerarquía católica ampara y da cobertura a corruptos e independentistas de la peor especie?
¿Cuándo ha desautorizado a la corrupta iglesia católica vasca, colaboradora y defensora de asesinos?
¿Por qué no ha reprochado la corrupción del PSOE, con diferencia el partido más corrupto de Europa, cuando sus líderes le han visitado en el Vaticano?
La lista de preguntas que se me ocurren sería tan larga como inútil. Un elemento como Bergoglio, catedrático en demagogia y doctorado en hipocresía, rige la voluntad religiosa de cientos de millones de fieles con la misma doblez con la que su iglesia de Roma sigue obteniendo beneficios enormes participando en empresas de anticonceptivos y blanqueando dinero de la mafia mediante su propia banca vaticana y sus compañías internacionales cuyos consejos de administración están dirigidos por los más significativos nombres de la curia vaticana.
Mientras esto no ocurra, yo solo veré a Bergoglio como el farsante líder de una dañina institución que se ha arrojado a los brazos de la agenda globalista y de la ideología de género con la única intención de colaborar en la ruina de nuestra sociedad para beneficio de las élites.
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